Pepe, el carpintero de Argelès

Breve relato de verano

Pepe, el carpintero de Argelès
Lola Carrasco
Gestora cultural y docente

El viento azotaba la playa como si quisiera borrar cualquier rastro humano. La tramontana levantaba remolinos de arena que se colaban por los ojos, por la boca, por dentro de los orificios de la nariz y las orejas. José, con la bufanda hecha jirones y la chaqueta empapada de salitre, miraba las alambradas que se extendían hasta perderse en el horizonte. Aquello no era un refugio; era una cárcel sin celdas y sin techo.

Imagen de un preso en un campo de concentración

Imagen de un preso en un campo de concentración

LVE

Era febrero de 1939 cuando llegó a aquel lugar. La Guerra Civil había terminado para él semanas antes, cuando decidió abandonar San Javier. La muerte de su hermano Mariano en el frente en Alcoy había colmado su paciencia. Dejó atrás su taller y la mesa de nogal que no tuvo tiempo de terminar. También dejó a su familia, y a Encarna, su novia: una joven rubia de rizos dorados, ojos azules y sonrisa luminosa, que había prometido esperarle. La última vez que la vio fue en la puerta de su taller, con un pañuelo arrugado en la mano y los ojos llenos de lágrimas. Esa imagen se le había clavado en la memoria como una astilla que no quería arrancar.

Salió solo, llevando en una maleta su ropa, unas cuantas herramientas y un pequeño cuaderno donde dibujaba los muebles que soñaba construir algún día para la casa que compartiría con Encarna. El viaje hasta la frontera fue un rosario de estaciones abarrotadas, caminos llenos de maletas y mantas, noches de frío y miedo. Pensaba que lo peor sería cruzar la frontera. Se equivocaba.

En Argelès-sur-Mer, en la Occitania francesa, el mar era un vecino cruel. Por las mañanas, las olas traían madera astillada, cajas rotas, restos de embarcaciones. José Martínez, al que todos llamaban “Pepe, el carpintero murciano”, de manos habilidosas, mirada paciente, y fino bigote a lo Clark Gable, muy a la moda de la época, veía en esos despojos la única oportunidad de resistir. Con clavos rescatados de cajas de comida, empezó a levantar un refugio para él y otros dos compañeros de viaje: un maestro alicantino y un jornalero de Jaén. Al menos les resguardaba del viento, que cortaba la piel como un cuchillo.

Pronto otros refugiados se le acercaron. Un gallego le pidió que reparara la puerta de su cobertizo; un joven catalán le trajo una caja rota para convertirla en un banco. En torno a aquel pequeño taller improvisado, nació una comunidad: hombres y mujeres que compartían el pan duro, los cuatro trapos con los que se guarecían y la conversación para no volverse locos.

La comida que repartían los soldados franceses era escasa: un tazón de sopa aguada, un trozo de pan y, a veces, una sardina. El agua potable llegaba en cubos, y había que hacer cola bajo la lluvia. Pero una tarde, al ver a un niño llorar de frío, Pepe le regaló un pequeño barco tallado en madera que había hecho con los restos de una caja. El niño sonrió, y él sintió, por primera vez en semanas, que aún quedaba un hueco para la esperanza.

Esa noche, el viento volvió a rugir, pero dentro del chamizo el sonido fue más suave. Pepe pasó la mano por la madera de la pared y, antes de dormirse, se obligó a imaginar el rostro de Encarna, tal como la había visto por última vez, con su eterna sonrisa y los hoyuelos que se le formaban; y su aroma a jabón, para no dejar que el frío le borrara el recuerdo.

En marzo de 1939, el cielo sobre Argelès-sur-Mer se volvió gris y pesado. Las nubes descargaban una lluvia fina que parecía calar hasta los huesos. El barro se mezclaba con la arena y formaba un lodazal pegajoso que hacía cada paso un esfuerzo. El campo, que ya era duro en febrero, se transformó en una trampa húmeda y fría.

En marzo de 1939, el cielo sobre Argelès-sur-Mer se volvió gris y pesado. Las nubes descargaban una lluvia fina que parecía calar hasta los huesos”

Pepe, un chaval de apenas veintitrés años, sentía cómo el agua le calaba la chaqueta hasta empaparle la piel. Llevaba semanas durmiendo en la chabola junto a sus compañeros. Pero la lluvia no respetaba paredes ni techos improvisados; el viento encontraba siempre un hueco para colarse.

Una mañana, al salir a buscar leña, vio que algo había cambiado en el campo. Un silencio raro, roto solo por la tos seca que venía de varias chozas. Un rumor comenzó a correr: fiebre, diarrea, cuerpos que no se levantaban. La palabra “epidemia” flotaba en el aire como una amenaza invisible.

Pepe recordó entonces a sus hermanas y hermanos: Presentación, Encarna y Lola; y a su hermano pequeño Agustín. Se preguntó si estarían bien, si aún lo esperarían. Si su huida los habría perjudicado. La imagen de su novia le vino tan clara que por un momento olvidó el barro y el frío. Llegó a pensar que deliraba por las décimas de fiebre que le asediaba hacía unos días. Encarna siempre decía que él tenía manos “hechas para construir, no para destruir”. Y allí estaba, rodeado de miseria, intentando que sus manos no se olvidaran de crear.

Ese día, en lugar de quedarse quieto, decidió reforzar las paredes de la choza, no solo la suya, también las de un par de vecinos enfermos. Trabajó con las manos entumecidas, llenas de heridas, clavando maderas con un trozo de hierro doblado que alternaba con su martillo. Algunos soldados franceses lo miraban con indiferencia, otros con una mezcla de compasión y reverencia.

Al caer la tarde, un hombre con chaqueta oscura se acercó al taller improvisado. Era un voluntario de una organización humanitaria suiza. Le explicó, en un francés torpe salpicado de español, que buscaban artesanos para un taller en Marsella. Allí habría techo, comida y trabajo. Pero debía partir en pocos días.

Esa noche, tumbado en su jergón húmedo, José escuchaba la tos del maestro y los gemidos del jornalero. Afuera, la lluvia golpeaba sin descanso. Tenía la oportunidad de escapar del frío, de la fiebre… pero eso significaba dejar atrás a los pocos compañeros que tenía, y quizá alejarse para siempre de la playa, a solo 35 kilómetros de la frontera con España, donde aún soñaba con ver aparecer, entre la niebla, a Encarna.

No durmió. Solo pasó las horas mirando la madera de la pared, como si en sus vetas pudiera encontrar la respuesta.

La madrugada le trajo la certeza de que si aceptaba la oferta y marchaba a Marsella, lo que había sido su vida en San Javier se alejaría para siempre y tuvo la convicción de que ese no debía ser su destino. Prefirió quedarse, con la esperanza del retorno y, con mucho más ahínco, se volcó en la construcción de las primeras barracas de madera de Argelès.

En el verano de ese mismo año, Pepe se acogió a una repatriación organizada. El gobierno de la dictadura franquista permitió el retorno de los republicanos exiliados que no estuvieran implicados en delitos de sangre. El único delito de Pepe fueron sus creencias, su ideología. Sus manos siempre estuvieron manchadas de cola y serrín, su medio de vida, su aportación al bienestar de sus compañeros de Argelès y el oficio del que viviría toda su vida.

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