La migración (y el mestizaje que conlleva) es un vector decisivo de la evolución humana. Parece una obviedad, pero a menudo olvidamos que todas las sociedades, las culturas, las identidades están condicionadas, de forma inequívoca, por estos cambios de población a lo largo de la historia. Sin entender que todos –en tanto que miembros de una colectividad–, somos hijos de la migración, es imposible formarse una opinión sensata sobre este asunto, omnipresente en el debate político occidental.

Varios migrantes desembarcan de un cayuco, en el puerto de La Restinga, a 29 de agosto de 2024, en El Hierro, Canarias (España).
Cuando Ulises se encuentra con Polifemo, éste se come a sus hombres y lo justifica con un argumento que suena actual: somos autosuficientes y los extranjeros solo traen problemas. El de los cíclopes no es el único país, a lo largo de la “Odisea”, donde el héroe griego se encuentra con esa hostilidad. La suspicacia humana ante los cambios de población se hunde en la noche de los tiempos, está presente en todas las civilizaciones y sigue siendo una de las principales fuentes de conflicto en la actualidad. Especialmente cuando esos cambios se perciben bruscos y parte de la sociedad que los encaja ve amenazada su forma de vida. También somos hijos, por supuesto, de estos miedos.
Polarizar esta realidad en la vida política y abstraerse de su complejidad, especialmente por parte de un amplio sector de la izquierda y también de la derecha civilizada, solo contribuye al crecimiento de los discursos de odio, lanzados por aquellos que sí que son racistas y que pretenden que su relato cale en personas asustadas que no lo son. Y lo están consiguiendo.
Regular la inmigración de forma eficaz es un acto de responsabilidad política. No hacerlo solo beneficia, como bien sabemos, a populistas y ultras. También a una parte de la patronal que hace tiempo que ve con buenos ojos aquello del río revuelto. El problema no es de España, es de todo Occidente, destino anhelado por gente que se ve obligada a escapar (más que emigrar) de sus países, estados fallidos o desestructurados, sin trabajo ni estabilidad. Es un problema complejo, sin soluciones sencillas, en una sociedad como la nuestra donde están arraigados refranes del tipo “De fora vindran que de casa mos tiraran” y otros similares.
Regular la inmigración de forma eficaz es un acto de responsabilidad política. No hacerlo solo beneficia, como bien sabemos, a populistas y ultras”
En el discurso del odio se incluye, por supuesto, la fobia al pobre, que no es más que otra forma de miedo. Muchos de nuestros conciudadanos ven en un inmigrante pobre a alguien dispuesto a trabajar por menos, a hacer más horas o incluso a robar. A nadie molestan los futbolistas ricos negros o magrebíes. Ni los europeos blancos que ya son mayoría en pueblos como Benitatxell o L’Alfàs. Sin embargo, también urge regularlos de otra manera más eficaz, sobre todo fiscalmente. Que las clases acomodadas extranjeras disfruten de los servicios públicos que financian los currantes de aquí, entre ellos honrados inmigrantes pobres, que son la mayoría, es un desvarío.
¿Cómo se regula la inmigración de forma eficaz? No tengo la respuesta, pero sí que sé que si la izquierda española no da una respuesta satisfactoria a su potencial electorado en esta materia, dejará en manos de la extrema derecha la gobernabilidad del estado. Otro refrán nos viene al pelo: “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”. Aún no es tarde, pero casi.