En el convulso paisaje político español, donde los discursos inflamados se entrecruzan con la fatiga de una democracia herida por la desafección, hay una generación, a la que pertenezco, que actúa como dique de contención. Los llamados boomers, aquellos nacidos en las décadas de la expansión demográfica del franquismo tardío y la transición, se han convertido en el tapón que impide que el mensaje de Vox se desborde y transforme todo el tablero político en un escenario de involución, como así apuntan las encuestas.

Firma de los “Pactos de la Moncloa” en 1977 EFE
No es casualidad. En su biografía colectiva late todavía la cultura del pacto, la impronta de la transición, el recuerdo de la generosidad de quienes entendieron que sin cesiones recíprocas no había futuro. Esa memoria, sedimentada durante décadas, funciona como un ancla frente a la hipérbole de la política actual. El boomer ha visto demasiado: la dictadura que se agotaba, el salto a la democracia, los acuerdos de la Moncloa, el ruido de sables, el 23-F, y también la larga sombra del terrorismo etarra, que convirtió la violencia extrema en una presencia cotidiana, un veneno que supo curarse sólo con firmeza democrática, contención posibilista y con instituciones fuertes.
Esa experiencia histórica hace del boomer un votante precavido, casi escéptico ante quienes venden soluciones simples a problemas complejos, envueltas en gritos. Si el joven, en lógica, ansía un futuro que observa con incertidumbre, y el millennial vive atrapado entre la precariedad y la indignación, el boomer se aferra a la estabilidad como a un salvavidas. No es que adore al bipartidismo; es que sabe, en su memoria íntima, que sin PP y PSOE como columnas maestras, el edificio democrático se tambalearía.
De ahí que Vox encuentre en esta franja un muro más sólido que en ninguna otra. El boomer de derechas prefiere el refugio del PP antes que lanzarse al vértigo de la extrema derecha. El de izquierdas, aunque descontento, mantiene fidelidad al PSOE como quien ha creado una lealtad de viejo compañero de viaje. La radicalidad, para ellos, no es épica, sino un eco peligroso de tiempos que nadie quiere revivir. Por eso participan en masa en las urnas.
Podría decirse, con cierto dramatismo, que los boomers son los últimos guardianes del espíritu de la transición. Son el tapón que impide la fuga hacia los extremos, el muro que frena la demolición del consenso. Cuando ellos desaparezcan del censo electoral, España habrá perdido algo más que un grupo de votantes disciplinados: habrá perdido la memoria de que el pacto, por difícil que sea, es la única argamasa capaz de sostener una democracia madura.
Y ahora que proliferan textos que cuestionan a la generación boomer, con alguna verdad, todo sea dicho, no estaría de más subrayar que estos ochenteros en edad de colonoscopia siguen protegiendo, como pocos, nuestra democracia liberal. Al menos, de momento.