Periodismo, política y polarización
Diario de València
Desde hace un tiempo se percibe con claridad una deriva inquietante: la polarización política ha colonizado parte de la esfera mediática hasta convertir al periodismo en un territorio más de confrontación que de esclarecimiento. No es nuevo que los medios de comunicación tengan una orientación ideológica reconocible —eso ha sido siempre una evidencia, casi una boutade—, sino que lo que hoy se advierte es un periodismo convertido en campo de batalla, obligado a dirimir lealtades y traiciones, donde algunos líderes políticos, abanderados de la involución democrática, ofrecen ejemplos como lo que está sucediendo en EE.UU.
El periodista Jimmy Kimmel
Pero no vayamos tan lejos. La política española se desenvuelve cada vez más en un clima de hostilidad permanente, donde toda discrepancia se interpreta como amenaza y toda matización como rendición. Los actores políticos, en todo el arco ideológico, muestran una creciente intolerancia hacia la crítica. Es cierto que esa resistencia se observa de forma particularmente marcada en la derecha, donde la cultura política se ha hecho menos permeable a la disidencia y más proclive a la lógica binaria: conmigo o contra mí. El ascenso de la derecha extrema es otra de las claves, tal vez la clave. He escuchado a dirigentes, a izquierda y derecha, afirmar, sin sonrojo, frases como: “estamos en guerra”. Esa visión bélica de la política pretende reducir la función del periodista a la de un aliado incondicional y lo relega a la condición de enemigo si osa cumplir con su deber de cuestionar.
Podría enumerar, de los últimos meses, una larga lista de ejemplos en los que la intolerancia frente a la discrepancia ha sido la norma. Y, sin embargo, lo que distingue al periodismo responsable no es la inexistente objetividad —nadie sensato cree en ella—, sino la honestidad de contrastar, la sensatez de contextualizar y la responsabilidad de ofrecer al lector una mirada amplia. La ideología del periodista existe, inevitablemente, pero lo que da sentido a su oficio es la disposición a someterla al examen de los hechos y reconocer, cuando corresponde, los límites de su juicio.
El periodista, como cualquier ser humano, se equivoca, pero lo que define a un periodismo responsable no es la ausencia de fallos, sino la disposición a rectificarlos como muestra de respeto hacia la verdad y hacia el ciudadano. Lo preocupante es que demasiadas veces sucede lo contrario: falsedades que nunca se corrigen, medias verdades que se consolidan como certezas y un oficio que, al negar o disimular el error, se degrada.
Lo dramático de nuestro tiempo es que la moderación se percibe como claudicación. El periodista que se resiste a militar en un relato cerrado se convierte en sospechoso. La equidistancia, tantas veces necesaria para iluminar la complejidad, se castiga como cobardía. En este clima, solo se celebra la adhesión incondicional: cuanto más contundente y unilateral sea la defensa de una causa, mayor el aplauso recibido (con especial palmeo en las redes sociales). La crítica, incluso la bien fundamentada, se interpreta como hostilidad.
Hace unas semanas leía La República de Weimar de Horst Möller y hallé inevitable el paralelismo con nuestro presente. En aquella Europa convulsa de entreguerras, hasta la prensa más prestigiosa terminó por contaminarse de la polarización ideológica y se convirtió en caja de resonancia de los extremismos, con dignas excepciones. La incapacidad de los medios para sostener un espacio de mediación contribuyó al colapso de la democracia y allanó el terreno a los totalitarismos. Salvando las distancias, la advertencia resulta clara: cuando el periodismo renuncia a su papel de contrapunto y se deja arrastrar por la lógica de las facciones, el tejido democrático se resquebraja.
Un ejemplo paradigmático de esta nueva lógica lo hemos visto esta semana en Estados Unidos, con el despido de Jimmy Kimmel tras la presión ejercida por Donald Trump. Que un presidente o expresidente pueda forzar la salida de un presentador por sus críticas o por su sátira política constituye un síntoma alarmante: el poder ya no tolera la incomodidad, pretende blindarse incluso frente a la ironía. Ese precedente, ocurrido en la mayor democracia del mundo, debería hacernos reflexionar: lo que allí se normaliza puede muy pronto extenderse muy cerca de nosotros. La praxis de acallar al periodista incómodo no entiende de fronteras y amenaza con instaurarse como hábito en sociedades que aún presumen de pluralismo informativo. La amenaza de la cancelación está ahí, y tiene actores predispuestos a ejecutarla.
El periodismo debería ser, precisamente, el muro que amortigüe la violencia verbal de la política y ofrezca al ciudadano un mapa más fiel de la realidad. No se trata de neutralidad —concepto siempre equívoco—, sino de un esfuerzo por abrir perspectivas, por restituir complejidad allí donde domina la consigna. Y, sin embargo, lo que hoy encontramos es una identificación automática: trabajar o participar en un debate en TVE basta para ser tachado de “sanchista”; presentar o acudir de invitado a un programa en Antena 3 basta para ser tildado de “facha”; podemos seguir con la lista de ejemplos. Poco importa lo que se diga: el juicio está dictado de antemano. Algunos intentan identificar a los medios de comunicación como trincheras, después sucede lo que hemos visto en EE.UU.
En este escenario, el periodismo sosegado aparece como una rareza, casi como una excentricidad. Lo que triunfa, y no poco entre el público joven, es lo que algunos han llamado “periodismo de combate”, con esa retórica que convierte a los periodistas en soldados de una causa, asaltando micrófono en mano a la políticos (casi siempre de izquierdas) en la calle. Con la posterior viralización en las redes sociales. No se debería infravalorar, su capacidad para generar opinión pública debería, bien al contrario, inquietar.
La praxis de acallar al periodista incómodo, como acabamos de ver en EE.UU. no entiende de fronteras y amenaza con instaurarse como hábito en sociedades que aún presumen de pluralismo informativo y democrático”
Reivindicar la serenidad, el contraste y la disposición a rectificar no es tarea fácil en tiempos de estridencia. Pero precisamente por eso se vuelve más urgente. La democracia necesita del periodismo alejado de la tentación de la trinchera, que abrace la duda y el matiz, que reconozca sin pudor sus errores y no tema de ser tachado de tibio. Porque sin esa resistencia, lo que nos queda no es una conversación pública, sino un ruido ensordecedor en el que resulta imposible orientarse. Y sin brújula, la sociedad democrática se descompone, entregada a las pasiones que nunca se detienen a pensar. Y es ahí cuando aparecen jefes institucionales que ansían simular a Donald Trump y su capacidad para la cancelación: por eso el caso Jimmy Kimmel debería alarmarnos a todos, y mucho.