Desde la noche electoral del 28 de mayo de 2023, cuando el Partido Popular de Carlos Mazón se impuso en la Comunitat Valenciana con una victoria insuficiente para gobernar en solitario, quedó trazado un horizonte político marcado por la dependencia de Vox. Con cuarenta escaños frente a los trece de la formación de ultraderecha, Mazón sabía que, pese a los esfuerzos retóricos por presentarse como una alternativa moderada al Botànic, su investidura quedaba inevitablemente condicionada al apoyo de un socio incómodo. Esa aritmética parlamentaria fijó, desde el primer momento, el terreno de juego: para alcanzar el poder y mantenerlo, Mazón debía ceder a Vox parcelas de visibilidad institucional, cuotas de gobierno y banderas ideológicas, en una dinámica que se ha ido reconfigurando a lo largo de estos dos años hasta desembocar en los presupuestos de 2025, aprobados en mayo tras un pacto que ha terminado por otorgar a Vox una influencia determinante en la orientación de la Generalitat, aunque también ha dejado ver que el PP, en determinados momentos, ha intentado marcar límites y preservar un espacio propio frente a la presión de su socio en temas muy sensibles como Vivienda o Igualdad. La negociación de los presupuestos de 2026 serán otro momento clave de esta dinámica entre ambas formaciones.
La primera gran cesión se produjo antes incluso de la formación del Consell. El Partido Popular consintió que Vox se hiciera con la Presidencia de Les Corts Valencianes, un cargo de enorme simbolismo institucional, que concede capacidad de control sobre los ritmos parlamentarios y visibilidad en el ceremonial político. Aunque también Ximo Puig tuvo que en su día ceder la Presidencia de Les Corts a Compromís, el gesto no era un gesto menor: significaba entregar la segunda autoridad de la Comunitat a un partido sin el que Mazón no podía gobernar, pero que ya de entrada exigía más que un mero apoyo externo. Aquel reparto de poder quedó sellado en el acuerdo de investidura, que también abría la puerta a la integración de Vox en el Ejecutivo valenciano. Durante un año, el Consell funcionó como un gobierno de coalición en el que los de Santiago Abascal, a través de sus representantes autonómicos, ejercieron la vicepresidencia y varias consellerias. Aquella fase, que se extendió hasta julio de 2024, fue testigo de un delicado equilibrio: Mazón trataba de proyectar hacia Madrid y hacia Bruselas la imagen de un gestor pragmático, mientras en su propio territorio debía compartir el día a día con consejeros empeñados en trasladar al ámbito autonómico los dogmas más característicos de Vox.
La primera gran cesión fue entregar la Presidencia de las Corts a Vox
La convivencia, sin embargo, no fue duradera. La ruptura se produjo a raíz del conflicto sobre la acogida de menores migrantes no acompañados. Cuando el Gobierno central reclamó solidaridad a las comunidades para redistribuir a los menores llegados a Canarias y Andalucía, Vox se opuso de manera frontal, elevando el tono hasta amenazar con romper los acuerdos autonómicos si el PP cedía. Mazón reaccionó expulsando a los consejeros de Vox del Ejecutivo, en un movimiento que fue leído como una maniobra para preservar su imagen de moderación, aunque al precio de quedar en minoría en Les Corts. Desde entonces, el PP gobierna sin mayoría absoluta, lo que ha obligado a negociar cada iniciativa relevante, y muy en particular los presupuestos. Esa segunda fase, la del gobierno en solitario en minoría, ha sido paradójicamente la etapa en la que más cesiones sustantivas se han producido, pues Mazón depende de los votos de Vox para sacar adelante cualquier medida de calado, aunque también es cuando más visible se ha hecho la estrategia de los populares de intentar frenar las exigencias que consideraban inaceptables para no diluir del todo su perfil político ante la opinión pública.
El caso paradigmático de esta dependencia lo constituyen las cuentas de 2025. Tras meses de incertidumbre, la aprobación de los presupuestos se logró gracias a un acuerdo con Vox que ha dejado un reguero de concesiones tanto en lo material como en lo simbólico. En el plano material, una de las demandas más insistentes de la ultraderecha se tradujo en la introducción de una partida de 100.000 euros destinada a pruebas de edad para menores migrantes tutelados. La medida, presentada por Vox como un mecanismo de control frente a supuestos fraudes, supone en la práctica asumir el marco discursivo que criminaliza a los menores no acompañados y los coloca bajo sospecha permanente. Que el Partido Popular aceptara esta enmienda fue interpretado por la oposición como la claudicación más explícita en un terreno que hasta entonces Mazón había tratado de manejar con cautela, consciente de la sensibilidad social que suscita la cuestión migratoria en la Comunitat.

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, y el presidente del PP de la Comunitat Valenciana y de la Generalitat, Carlos Mazón (i), durante el acto celebrado con militantes en Alicante.
Otra cesión de gran calado afectó a la Acadèmia Valenciana de la Llengua, la institución creada en tiempos de Eduardo Zaplana para estabilizar el conflicto identitario en torno al valenciano y el catalán. Desde su fundación, la AVL ejerce como autoridad normativa del valenciano. Vox convirtió su eliminación o vaciamiento en bandera, al sostener que es un instrumento al servicio del “catalanismo”. El pacto presupuestario de 2025 la dejó prácticamente asfixiada: con un recorte presupuestario del 25%, sus recursos quedaron limitados al pago de personal, sin margen para actividades, publicaciones o investigaciones. A cambio, las enmiendas consensuadas entre PP y Vox destinaron fondos a jornadas sobre el Reino de Valencia y a la rehabilitación de la sede de Lo Rat Penat, entidad cultural defensora de la secesión lingüística.
En los presupuestos, el PP permitió a Vox avanzar hacia el estrangulamiento económico de la AVL
Con este movimiento, Mazón se adentró de lleno en el terreno de la batalla cultural, aceptando los marcos de Vox en materia lingüística y cultural, y enviando un mensaje inequívoco: el valenciano, tal como lo concibe la AVL, será progresivamente arrinconado en favor de una reinterpretación identitaria que satisface al electorado más radicalizado. El PP ha decidido también eliminar a los autores catalanes de los libros de texto de Valenciano de Bachillerato, lo que es también una concesión a la ofensiva secesionista de Vox.
Los presupuestos de 2025 también reflejaron un alineamiento con la agenda de Vox en relación con sindicatos y patronal. Entre las enmiendas aprobadas se incluyen recortes de 200.000 euros a las organizaciones sindicales mayoritarias, CCOO y UGT, y de 100.000 euros a la Confederación Empresarial Valenciana (CEV). De forma paralela, la asociación con Vox se extendió también a otros elementos simbólicos como la tauromaquia: À Punt ha reanudado las retransmisiones de corridas de toros y se ha concedido una subvención de 300.000 euros a la Fundación Toro de Lidia, con sede en Madrid. La balanza de prioridades culturales y sociales se inclinó así hacia los referentes identitarios de Vox.
Otra concesión significativa se produjo en el terreno de la memoria histórica. El gobierno del Botànic había impulsado una Ley de Memoria Democrática que reconocía a las víctimas de la dictadura franquista y facilitaba las exhumaciones de fosas comunes. Vox ha hecho de su derogación uno de sus caballos de batalla, rebautizando el proyecto como Ley de Concordia, con el objetivo de diluir cualquier referencia a la represión franquista en una narrativa de equiparación entre bandos.
En el pacto presupuestario, PP y Vox recortaron ayudas a asociaciones de memoria y, en paralelo, acordaron destinar fondos a iniciativas promovidas por el Arzobispado de Orihuela, en sintonía con la nueva legislación de Concordia. El mensaje era transparente: Mazón aceptaba sacrificar la política pública de memoria democrática para mantener vivo el sostén parlamentario de Vox, asumiendo en consecuencia una relectura del pasado que deslegitima el esfuerzo por reparar a las víctimas del franquismo, denunció la oposición de izquierdas.
Pero la relación entre PP y Vox no se reduce a una sucesión de claudicaciones y resistencias. También se han hecho visibles algunas líneas rojas, especialmente en el Debate de Política General de esta semana, cuando el Hemiciclo se convirtió en escenario de propuestas de resolución más simbólicas que ejecutivas. Vox aprovechó la ocasión para registrar iniciativas de gran carga ideológica, como la supresión de las leyes de igualdad y de género, la eliminación de direcciones generales vinculadas a la diversidad y a la lucha contra la violencia machista, o el establecimiento de la prioridad nacional en la concesión de ayudas públicas, incluida para optar a una vivienda protegida.
El PP, consciente del desgaste que supondría asumir tales planteamientos, rechazó estas propuestas, argumentando que, aunque compartían con Vox un diagnóstico sobre muchos de los problemas, no podían aceptar la receta. La diputada popular Lucía Peral lo expresó con claridad al subrayar que, pese a sus diferencias con la política migratoria de Pedro Sánchez, el PP se veía obligado” a proteger a los menores y a cumplir la ley”. Esa actitud, que irritó a la oposición de izquierdas por considerarla tibia, marcó, sin embargo, una diferencia sustancial con el discurso de Vox, que vinculaba la inmigración ilegal con la delincuencia y el deterioro de los servicios públicos.
Del mismo modo, los populares se negaron a avalar el bloque de propuestas de vivienda de Vox, que pretendía primar a los españoles en las ayudas para adquirir una vivienda o introducir el concepto de arraigo social y cultural como requisito para la otorgación de las mismas. Esa resistencia se repitió con las iniciativas contra la igualdad, en las que Vox pedía desmantelar direcciones generales enteras y vaciar de contenido las políticas públicas contra la violencia de género, propuestas que Mazón no estaba dispuesto a aceptar por el coste político y social que implicarían.
Lo cierto es que este juego de cesiones y frenos ha configurado un escenario de tensión permanente. En materias como educación, cultura o medio ambiente, el PP ha aceptado enmiendas y ha acompañado a Vox en un retroceso de políticas progresistas. En cambio, en el terreno de los derechos fundamentales, de la igualdad o de la vivienda, ha marcado distancia, consciente de que ceder ahí lo situaría fuera del consenso constitucional y europeo. El resultado es una relación en la que se combina la sumisión práctica a muchas de las demandas de Vox con la resistencia estratégica a las más extremas, en un intento de preservar un perfil propio que permita a Mazón sostener su legitimidad tanto dentro como fuera de la Comunitat.
Las dinámicas muestran a un presidente que mira como único socio a la derecha extrema
Todas estas dinámicas han sido interpretadas por la oposición como un giro de Mazón hacia la derecha dura, en contraste con la imagen de moderación que había tratado de cultivar en la etapa inicial de su mandato. Su discurso de investidura en 2023, plagado de referencias al consenso, a la colaboración público-privada y a la estabilidad institucional, contrasta hoy con la realidad de un Consell que depende para sobrevivir de las imposiciones de Vox, aunque con la voluntad explícita de no ser “el mismo partido”.

El presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, se dirige a saludar al síndic de Vox.
Lo que empezó como una alianza forzada para desalojar a la izquierda del Palau de la Generalitat se ha convertido en un matrimonio de conveniencia que condiciona la agenda de gobierno. La ruptura formal de la coalición en 2024 no supuso una liberación, sino un cambio de escenario: del gobierno compartido se pasó a la minoría parlamentaria, en la que cada presupuesto, cada ley y cada modificación normativa han de ser negociados con Vox. El resultado es que la ultraderecha, sin responsabilidad directa de gestión, conserva la llave de la gobernabilidad y puede permitirse imponer sus prioridades, mientras el PP busca salvar su autonomía en algunos ámbitos sensibles. Las líneas rojas que ha ensayado esta semana en el debate de Política General.
Este juego de cesiones y de resistencias plantea interrogantes de mayor alcance. En el plano institucional, el vaciamiento de la Acadèmia Valenciana de la Llengua reabre la herida de la identidad lingüística, un asunto que se creía estabilizado desde hacía dos décadas y que ahora vuelve a ser campo de batalla política. En el plano social, la reducción de fondos a sindicatos y patronal erosiona el modelo de concertación, debilitando los mecanismos de negociación colectiva que habían contribuido a la paz social en la Comunitat. En el terreno cultural y simbólico, la reorientación de la memoria democrática hacia una “concordia” desprovista de reconocimiento efectivo a las víctimas del franquismo supone un retroceso en la construcción de una cultura cívica asentada en los derechos humanos. En el ámbito migratorio, la aceptación de parte del marco discursivo de Vox refuerza estereotipos que pueden alimentar la xenofobia, aunque el PP insista en que no comparte la “receta” de las expulsiones masivas. Y en materia de igualdad, la negativa del PP a desmantelar las políticas contra la violencia machista y a eliminar las direcciones generales de igualdad señala la existencia de un límite infranqueable, que mantiene abiertas las costuras con Vox pero también con la sociedad valenciana.
Las cesiones de Mazón pueden contaminar la imagen que trata de dar Feijóo
La paradoja es que Mazón, al ceder en tantos terrenos y al frenar en otros, debilita y fortalece a la vez su posición. Por un lado, se expone a la acusación de la izquierda de haber entregado la agenda de la Comunitat a Vox. Por otro, puede argumentar que gracias a su resistencia se han evitado retrocesos más profundos. Mientras en Madrid, Alberto Núñez Feijóo trata de construir una imagen de liderazgo capaz de dialogar con la Unión Europea y con el empresariado, las cesiones de la Generalitat Valenciana a Vox proyectan la sombra de un PP rehén de la ultraderecha, pero las líneas rojas permiten sostener que no se ha consumado la absorción. Esa contradicción ha sido subrayada por la oposición socialista y por Compromís, que acusan a Mazón de “entregar las llaves del Consell” a Vox, pero también admiten que en ciertos ámbitos el PP mantiene resistencias. El propio president, consciente del desgaste, insiste en que las cuentas de 2025 responden al interés general y que no se han vulnerado los principios del PP. Pero los hechos resultan difíciles de rebatir: cada partida presupuestaria refleja la impronta de Vox, y cada rechazo puntual se convierte en un argumento defensivo más que en una victoria política.
El recorrido iniciado en 2023 parece abocar a Mazón a una relación de dependencia sin salida fácil. Si quisiera prescindir de Vox, necesitaría abrirse a acuerdos con el PSPV-PSOE o con Compromís, algo políticamente inviable en el clima de confrontación actual. Y si sigue apoyándose en Vox, corre el riesgo de diluir su propio proyecto en la agenda de la ultraderecha. Entre esas dos alternativas se mueve el president, atrapado en un equilibrio que desgasta tanto hacia fuera como hacia dentro. La aprobación de los presupuestos de 2025 ha sido, hasta ahora, el episodio más revelador de ese dilema: para sacar adelante las cuentas, Mazón ha tenido que aceptar recortes, enmiendas y relecturas de la realidad que lo alejan del centro político y lo aproximan peligrosamente a las coordenadas ideológicas de Vox, aunque haya logrado evitar, de momento, las propuestas más extremas. La historia reciente de la política valenciana muestra que los presidentes atrapados en contradicciones de esta naturaleza terminan por perder autoridad moral y base social. Mazón, de momento, sigue en pie, pero su legado empieza ya a escribirse con la tinta de las cesiones y con la huella ambivalente de unas líneas rojas que apenas disimulan la profundidad de su dependencia.