En València se cuidan las Fallas con mimo de orfebre, se elabora la paella con solemnidad casi sacramental y se veneran las mascletàs como si fueran un quinto evangelio. A nuestros escritores, en cambio, los tratamos con la indiferencia que se reserva a un mueble viejo que estorba en el pasillo. El homenaje, gracias al PSPV, que ahora se rinde a Max Aub —judío errante, ciudadano del exilio, pero valenciano de corazón— es la humilde excepción, como tantas otras, que confirman la regla. Nos acordamos de él y de otros como quien desempolva una reliquia para la foto institucional: rápido, con gesto grave, y a otra cosa.

Una persona sujeta un libro en una de las casetas de la Fira del Llibre de Valencia,
La ironía es sangrante: en los manuales de valenciano el PP y Vox apuestan por eliminar a los autores catalanes, mientras los nuestros languidecen en el rincón del olvido. Y cuando alguien osa escribir en valenciano, lo hace con la sospecha permanente de ser un catalanista encubierto. La lengua, que debería ser cauce de creación, se convierte en pasaporte para la sospecha. El escritor valenciano se ve, pues, condenado a un limbo: demasiado valenciano para ciertas derechas, demasiado sospechoso para las instituciones propias. Una situación tan inusual que casi parece diseñada por un dramaturgo del absurdo.
Las efemérides de nuestros grandes autores son, en el mejor de los casos, conmemoraciones anémicas. Ahí están Joan Fuster o Vicent Andrés Estellés: nombres que deberían provocar fastos y enciclopedias, y que apenas merecieron una agenda tímida de actos, entre el pudor y la desgana, cuando no el silencio, por incómodos. La desidia llega incluso a Blasco Ibáñez, novelista de talla europea, cuyo legado personal estuvimos a punto de perder en València por pura incuria. Y si quieren un ejemplo más doloroso, hagan la prueba: pregúntenle a un adolescente quién fue Azorín. Si obtienen una respuesta distinta de “una calle donde aparcar”, considérense afortunados.
Los pocos escritores vivos que aún sacan libros al mercado en valenciano —Ferran Torrent, Xavi Aliaga, Magda Simó, Puri Mascarell, Rafa Lahuerta, Martí Domínguez o Guillermo Colomer, entre otros — son héroes de trinchera. Publican sin apenas respaldo institucional, sostenidos por su talento y una tozudez admirable, y por editoriales que, literalmente, se la juegan ante la amenaza, ejecutada en muchos casos, de perder las ayudas de la administración valenciana, gracias a la influencia de Vox. Les falta la corona de laurel, pero les sobra épica: escribir en valenciano, hoy, es un acto de resistencia. Y ni siquiera escribir en castellano te libra del castigo. Ahí está Santiago Posteguillo, uno de los novelistas históricos más leídos de Europa, que cumplió con aquella máxima de que “nunca se es profeta en tu tierra”.
Hay algo casi antropológico en esta hostilidad hacia el talento. Aquí, el éxito se vive con incomodidad, como una amenaza al equilibrio natural de la medianía. Al escritor que destaca se le observa con recelo, se le niega el pan y la sal, y a menudo se le ajusta la cuenta con silencios o zancadillas. Y, para colmo, entre los propios escritores el ambiente tampoco es de fraternidad: pocos son y, sin embargo, se soportan mal, y sé de lo que hablo. Como si hubieran interiorizado la consigna colectiva de que la cultura, en València, no puede ser más que un campo de batalla menor donde todos pierden.
La paradoja es grotesca: en otras ciudades se construyen mitologías alrededor de sus autores —Dublín con Joyce, Lisboa con Pessoa, Buenos Aires con Borges—, mientras aquí preferimos levantar rotondas antes que bibliotecas (por cierto, las públicas aún no han comprado este año libros), y olvidar versos antes que memorizarlos. No es que la literatura no tenga valor, es que nos incomoda. Y al final, lo único que conseguimos es que nuestros escritores sean célebres… en cualquier parte menos aquí.
Con este panorama, el homenaje a Max Aub se agradece, claro, pero suena a gesto insuficiente. Como felicitar por compromiso a un primo lejano al que no se llama en todo el año. Y uno se pregunta: ¿qué haremos con los próximos? ¿Dejaremos que la posteridad rescate a Torrent, a Posteguillo o a Domínguez mientras nosotros seguimos entretenidos en la pelea infinita de si esto es valenciano, catalán o murciano con acento?
Pero que no se diga que no somos coherentes. Somos fieles a nuestra tradición: cuando se trata de cultura, sabemos estar todos de acuerdo en una sola cosa, y es en no ponernos nunca de acuerdo en nada”
Quizá haya que resignarse a la evidencia: ser escritor en València es como ser equilibrista sin red en un circo que prefiere ver cómo te caes. Pero que no se diga que no somos coherentes. Somos fieles a nuestra tradición: cuando se trata de cultura, sabemos estar todos de acuerdo en una sola cosa, y es en no ponernos nunca de acuerdo en nada.
Al final, tal vez ésa sea la verdadera marca de la casa: mientras otros pueblos convierten a sus escritores en faros de identidad, nosotros los usamos de cenicero. Y lo hacemos con la sonrisa satisfecha de quien cree que así demuestra independencia. Por eso, dentro de unos años, cuando nos preguntemos por qué València no tiene un canon literario sólido, podremos responder con ironía: porque lo regalamos todo, hasta el olvido. Eso sí, con socarrat.