Para muchos, el gran pecado de Fuster fue defender la catalanidad de los valencianos, pretender su inmersión en un ente superior, la “nacionalitat catalana”, formada, según Prat de la Riba, por “Catalunya, València, Mallorca i la Catalunya del Nord” (1906). Para otros, existe un error historiográfico de base: los valencianos nunca fueron catalanes. Incluso en el momento de la génesis jaumina, el nuevo reino cristiano se concibe como independiente. ¿Creía Fuster, como Prat, que la catalanidad de los valencianos era un proyecto, no de conquista, “sinó de restauració d’una unitat espiritual i històrica que el temps ha dispersat”?
Última entrevista realizada a JOAN FUSTER, en su casa de Sueca (H031029F55)
Me inclino a conjeturar que el de Sueca, tras constatar, de forma lúcida y premonitoria, el suicidio identitario al que veía abocados a los valencianos, pensó de buena fe que la catalanidad era un camino plausible para escapar de las fauces del gigante castellano-español que nos devora. No sé si era su intención, pero Fuster, con su brillante producción ensayística, instaló en la mente de muchos valencianos la necesidad de no desaparecer, por asimilación, de no convertir el viejo reino en tres provincias castellanas, rematando el sueño genocida de Felipe V. Sin el coraje de alzar aquella voz de alerta, quién sabe dónde estaríamos hoy. El diagnóstico fue certero. El remedio, no tanto. Y de aquellos lodos, estos polvos.
Valencia y Cataluña son pueblos hermanos, pero no iguales, con soluciones diferentes para retos similares. Sin embargo, algunos valencianos llevan décadas intentando forzar esa realidad para aplicar soluciones catalanas sobre un país que, sociológica y culturalmente, es distinto. Y, con ello, se frustra a todos aquellos que se resisten a nuestra desaparición como pueblo. Muchos de aquellos valencianos, herederos del “pensament fusterià”, siguen convencidos hoy de que la solución pasa, bien por la catalanidad, bien por copiar y aplicar aquí las soluciones del nacionalismo catalán para Cataluña.
¿Creía Fuster, como Prat, que la catalanidad de los valencianos era un proyecto, no de conquista, “sinó de restauració d’una unitat espiritual i històrica que el temps ha dispersat”?
No sé si podemos afirmar que el “valencianisme de consens” ha fracasado. Necesitábamos (y necesitamos) consenso, pero también ajustar un discurso y un relato propios, y mucha autoestima. En vez de esto, lo cierto es que los extremos parecen cada día más reforzados. El conflicto que nos desangra, más identitario que lingüístico en realidad, sigue vivo, espoleado por quienes suspiran por nuestra desaparición, y las soluciones, sobre todo las que apuntan a una estricta valencianidad, más lejanas.
Y de esta espiral no salimos.
Mientras seguimos enzarzados en batallas intestinas, más o menos como hace medio siglo, asistimos a diario a la disolución de la lengua en nuestra sociedad, incluso en las zonas tradicionalmente más fieles: todos conocemos a padres que hablan en valenciano a hijos que responden en castellano. Es un síntoma terrible, definitivo. Los valencianistas nos encontramos ya en ese estadio en que persistimos, a la espera de un milagro del destino. Ya lo anunció Nicolau Primitiu: “Treballar, persistir, esperar”. La realidad en 1971, sin embargo, cuando falleció, no era tan cruda como hoy. Que unos y otros disparen al articulista, remarcando las diferencias y no aquello que nos une, como seguro va a suceder, tampoco es una buena señal. Y, como le pasó a Fuster, todos solemos coincidir en el diagnóstico, pero nadie da con la tecla de la solución.