El PP y Vox y la batalla identitaria

Durante buena parte de la democracia, el valencianismo político conservador, que algunos denominaron “blaverismo”, fue una corriente con rostro, discurso y representación. A veces incómoda para Madrid, otras incómoda para Barcelona, pero siempre convencida de que la Comunidad Valenciana debía hablar con voz propia, sin tutelas ni subordinaciones. Hoy, ese espacio político que representó Unión Valenciana parece evaporado. Su bandera se agita, pero ya no en las manos de quienes la reivindicaban desde el corazón de la identidad cultural, sino en los atriles de quienes la usan como arma electoral.

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Vicente González Lizondo en el Congreso

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En la Comunidad Valenciana, las fuerzas históricamente vinculadas al valencianismo —desde Unió Valenciana, hasta los fugaces intentos de los nuevos partidos, sin éxito alguno— han perdido músculo, cohesión y, sobre todo, capacidad de conectar con un electorado que asocia la “marca valenciana” más a la gestión económica y la defensa del territorio que a la reivindicación identitaria. Mientras tanto, PP y Vox, inmersos en su pugna por la hegemonía del espacio conservador, se han apropiado del relato simbólico.

El fenómeno no es nuevo, pero sí se ha agudizado. El declive del valencianismo conservador clásico ha coincidido con un proceso de reconfiguración ideológica del centro y la derecha valenciana. En un contexto de fatiga política y polarización mediática, el votante que antes buscaba “una voz valenciana” ha migrado hacia opciones más grandes que prometen protección, estabilidad y visibilidad estatal.

El Partido Popular ha sabido reinterpretar esa aspiración. Con un discurso pragmático, evita el tono regionalista pero no renuncia a los símbolos: habla de “defender el agua”, “reivindicar el respeto institucional” y “poner a Valencia en el mapa de la influencia”. No hay apelación identitaria explícita, pero sí una hábil apropiación del orgullo local. Una identidad gestionada, más que sentida.

Vox, en cambio, ha optado por la vía emocional. Se presenta como el guardián de la “Valencia auténtica”, oponiéndose a cualquier vestigio de catalanismo cultural, incluso cuando este es más imaginado que real. En su discurso, el valencianismo se convierte en un baluarte defensivo frente a la supuesta invasión lingüística o ideológica del norte. Es un relato eficaz, simple y contundente, que conecta con un sector del electorado que asocia la defensa de lo valenciano con la resistencia ante el cambio.

Así, ambos partidos compiten por quién es más valenciano, en una especie de duelo simbólico en el que las señas de identidad se utilizan como munición. Mientras tanto, la izquierda —y especialmente Compromís— atraviesa un desgarro interno. La coalición que supo canalizar durante años un valencianismo cívico, moderno y progresista, se ha desdibujado entre debates internos, acuerdos estatales y un discurso que ya no moviliza como antes. Su electorado tradicional se fragmenta: una parte se refugia en el PSOE por pragmatismo, otra se abstiene y otra, la más crítica, observa con nostalgia cómo la identidad que un día reivindicó se diluye en las manos de quienes la banalizan.

El resultado es un valencianismo sin proyecto político. Lo que antes fue una corriente con propuestas propias —financiación justa, respeto a la lengua, reivindicación económica y autogobierno real— se ha convertido en un envoltorio que todos usan, pero pocos defienden. Se apela a la identidad, pero no se piensa en ella. Se usa la Senyera, pero se evita debatir sobre lo que significa. Se habla de “valencianía”, pero se huye de la complejidad cultural, lingüística y emocional que conlleva.

El riesgo de esta deriva no es meramente simbólico. Cuando la identidad se transforma en un eslogan, deja de ser una herramienta de cohesión y se convierte en una frontera. Y cuando la política se reduce a un concurso de gestos —quién lleva más banderas, quién pronuncia mejor el “valencià”, quién se hace más fotos con la Albufera de fondo—, lo que se pierde es el sentido de pertenencia compartido.

El valencianismo político no ha muerto: está en estado de suspensión. Late aún en sectores cívicos, culturales y empresariales que creen en una Comunidad Valenciana que mire hacia dentro sin dejar de dialogar hacia fuera. Pero mientras esa visión no encuentre una traducción política clara, seguirá siendo el trofeo de una batalla ajena, una identidad prestada para discursos de ocasión.

Quizá haya llegado el momento de que la sociedad valenciana se pregunte si su identidad política debe seguir siendo un botín electoral o volver a ser una aspiración compartida”

Quizá el verdadero desafío no sea decidir quién es más valenciano, sino redefinir qué significa serlo en el siglo XXI: si se trata de levantar fronteras o de tender puentes; de reclamar lo propio o de compartirlo con orgullo. Mientras tanto, el valencianismo, huérfano de partido, sobrevive entre ecos de campaña y nostalgias de identidad.

Quizá haya llegado el momento de que la sociedad valenciana se pregunte si su identidad política debe seguir siendo un botín electoral o volver a ser una aspiración compartida. Porque mientras unos y otros compiten por proclamarse “más valencianos que nadie”, lo que realmente se desvanece es la posibilidad de un valencianismo que hable desde la razón, no desde la bandera.

Quizás … para mañana sea tarde…

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