El periodista y catedrático de la Universitat de València (UV) Martí Domínguez ha reconstruido en Ingrata Pàtria (Proa, 2025) las últimas horas del doctor Joan Baptista Peset, científico, rector y humanista fusilado por el franquismo. En esta conversación, el escritor reflexiona sobre la complejidad de su figura —católico, darwinista, liberal y valenciano ilustrado—, y sobre lo que su muerte significó: la pérdida de un faro moral e intelectual para toda una generación. Peset, dice Domínguez, “representa lo mejor de la tradición valenciana de pensamiento crítico y libertad”.
¿Por qué el doctor Peset?
Es una pregunta que me hice al inicio, y la respuesta se fue haciendo más clara a medida que investigaba. Peset no es solo un nombre más en la larga lista de víctimas del franquismo. Es un símbolo, o quizás, debería serlo. Encarna una resistencia que va más allá de lo político; es una resistencia intelectual, de dignidad humana. Aquí teníamos a un hombre que era la antítesis de la oscuridad que se cernía sobre España. Un intelectual sólido, de los de verdad, de esos que ya no se encuentran fácilmente. Era un científico de prestigio internacional, sí, pero también un gran escritor, un lector voraz de filosofía, con un conocimiento profundo y admirable del mundo alemán. Era, en esencia, una persona de una brillantez circular, como a mí me gusta decir, que abarcaba múltiples dimensiones del saber.
Su cargo como rector de la Universitat de València a menudo se menciona destacando que tenía cuatro o cinco carreras. Pero eso no era un afán de acumulación de títulos, como podría ser hoy. Era la evidencia de una curiosidad insaciable, de una necesidad vital de comprender el mundo en su totalidad. Esas disciplinas eran herramientas para su actividad personal y docente. Al fusilar a Peset, el régimen no solo eliminaba a un opositor político; extinguía la posibilidad de un renacimiento cultural para Valencia. Acababan con un faro que podría haber guiado la recuperación de una cultura valenciana basada en el rigor, la razón y la modernidad. Es desconcertante y trágico que una figura de esta envergadura sea hoy tan desconocida. En parte, Ingrata Pàtria es un intento de rescatar ese símbolo del olvido.
Encarna una resistencia que va más allá de lo político; es una resistencia intelectual, de dignidad humana”
Al profundizar en su biografía, hay varios aspectos que impactan: su condición de científico de talla internacional, su faceta política, y especialmente, la saña con la que fue perseguido. ¿Qué elemento de todo este trágico puzle te impresionó más al conocerlo en detalle?
Sin duda, la naturaleza de su persecución. La violencia física del franquismo era esperable, pero hay una crueldad más sutil y quizás más reveladora en su caso. Hace unos años se publicó su sumarísimo, y tuve la oportunidad de leerlo. Es un documento estremecedor. Lo que más me golpeó fue comprobar que fueron sus propios compañeros, sus colegas de la Facultad de Medicina, los que lo denunciaron. Primero, una docena de médicos presenta una denuncia. El tribunal militar, en un primer momento, lo condena a 30 años y un día. Y eso, a sus compañeros, les pareció poco. Es difícil de digerir. Tres de ellos insistieron, pidieron un nuevo juicio, y uno de ellos aportó como prueba condenatoria una conferencia que Peset había publicado en los Anales de la Universidad. En ella, en pleno apogeo de la guerra, animaba a los estudiantes a unirse a la resistencia contra el levantamiento militar. Algo que, en su contexto, era de una lógica aplastante.
Esa prueba fue clave para que se celebrase un segundo juicio y se le condenara a muerte. Detrás de todo esto había nombres como el de Marco Merenciano, un médico valenciano al que algunos llamaban el “Gregorio Marañón de derechas”. Ver esos nombres, estudiar las orlas de las promociones y encontrarlos juntos, a Peset como rector o como catedrático de Medicina Legal junto a quienes firmaron su sentencia de muerte, te hace reflexionar sobre la naturaleza del odio en el ámbito universitario. Es un odio envidioso, mezquino, que se cuece en los pasillos de la academia y que puede llegar a ser letal. Ese “odio condensado”, como lo llamo, me parece un fenómeno profundamente interesante y aterrador.
Precisamente, hablas de ese “odio condensado”. ¿Qué nos dice esa acumulación de rencor sobre la sociedad española de la inmediata posguerra?
Nos habla de una fractura que no era solo ideológica, sino también de clase. A Peset se le acusó de ser un traidor a los suyos. ¿Y quiénes eran “los suyos”? Peset provenía de una familia liberal y burguesa, formada por catedráticos, gente bien posicionada en la sociedad valenciana. Él mismo había amasado una considerable fortuna con un laboratorio de análisis clínicos. Tenía un Chrysler descomunal, un símbolo de ese estatus, en el que se paseó el propio Manuel Azaña por Valencia. Su “traición” consistió en alinearse con el Frente Popular, en ser diputado, en no defender los intereses de su clase de origen. Lo acusaban de “chaquetero”, pero no lo era. Él siempre fue coherente con sus ideas liberales y reformistas. Fue una traición de clase percibida, un castigo ejemplarizante para quien, desde su privilegio, no defendió los intereses de ese mismo privilegio.
Y hay una ironía cruel en todo esto: su mujer era la presidenta de Acción Católica en Valencia, y él era un católico practicante. Esta complejidad lo hace más humano y su persecución, si cabe, más absurda. No encajaba en los moldes simples que el bando vencedor quería imponer.
La violencia física del franquismo era esperable, pero hay una crueldad más sutil y quizás más reveladora en su caso”
Ingrata Pàtria no es un ensayo, es una novela. Reconstruyes las últimas horas de Peset con una potente carga narrativa. ¿Cómo manejaste, como autor, la tensión entre la fidelidad a los hechos históricos y la necesidad de novelar, de crear literatura a partir de la tragedia?
Fue el mayor desafío de este proyecto, y por eso me costó tanto encontrar el tono adecuado. Tenía muy claro que no quería escribir una biografía novelada. Hay quien me sugiere que hubiera sido mejor un ensayo, pero si quisiera escribir un ensayo, lo escribiría. Yo quería hacer literatura. Buscaba trascender la mera crónica para adentrarme en la experiencia humana del horror.
El método que elegí fue el de una novela coral. Son múltiples voces las que narran, todas en primera persona. Está la voz del propio Peset, por supuesto, pero también la de su familia, la de algunos de sus verdugos, la del enterrador... Incluso el propio ejecutor tiene su espacio. La historia se va construyendo a través de puntos de vista fragmentados y, a menudo, contradictorios. Cada personaje ve los hechos desde su propio prisma de intereses, miedos y justificaciones.
Quería evitar a toda costa el sensacionalismo y la tragedia gratuita. No buscaba el morbo, sino colocar al lector frente a la magnitud de lo que significó aquel acto: un magnicidio intelectual. Estamos hablando del asesinato de un rector de universidad. Es el único rector ejecutado en la posguerra. Durante la guerra fueron asesinados los rectores de Granada y Oviedo, en momentos de máxima convulsión. Pero el fusilamiento de Peset fue en mayo de 1941. La guerra había terminado hacía dos años. En otro contexto, con unos meses más de distancia, quizá no lo hubieran matado. Pero era el momento álgido de la influencia nazi en Europa, y sus verdugos estaban convencidos de que estaban construyendo un mundo nuevo y que hombres como Peset sobraban en él.
Martí Dominguez durante la entrevista
Peset fue un pionero en la investigación de vacunas y epidemias en Europa. Murió con 55 años, en la plenitud de su capacidad científica. Más allá de la tragedia personal, ¿cuánto perdió la ciencia española, y la ciencia en general, con su ejecución?
Perdió muchísimo. Peset no era solo un médico brillante en su práctica clínica; era un renovador. Dirigía una revista científica, una labor callada y esencial que implica un rigor y una mirada sagaz para discernir qué merece ser publicado y qué no. Era un gran editor, un dinamizador de la ciencia. Además, tenía ideas muy avanzadas para su tiempo en el campo de la psiquiatría, que estaba desarrollando y que, posiblemente, chocaban con las de otros colegas, como el propio Marco Merenciano.
No podemos saber hasta dónde hubiera llegado su carrera. Con 55 años, en aquella época, un científico aún podía aportar décadas de trabajo innovador. Esas “envidias científicas” de las que hablaba antes no eran solo rencillas personales; a veces surgen de discrepancias intelectuales que se envenenan. La ciencia española perdió a un líder, a un referente que podría haber ayudado a reconectar con la ciencia europea en unos años cruciales. Su muerte fue un apagón prematuro para la investigación en nuestro país.
La ciencia perdió muchísimo. Peset no era solo un médico brillante en su práctica clínica; era un renovador”
Es fascinante la complejidad intelectual de Peset: darwinista, catalanista, librepensador y, al mismo tiempo, profundamente cristiano. ¿Cómo convivían estas facetas en una sola persona? ¿Y qué nos dice esa complejidad sobre él?
Es un perfil que me recuerda mucho a otros intelectuales europeos de la época, como Carlos Rola. Era un burgués, católico practicante, pero con una mente abierta y moderna. Esa tensión es, de hecho, uno de los motores dramáticos de la novela. En sus últimas horas, él busca desesperadamente la absolución de sus pecados, hay una lucha interior entre su fe y la injusticia que está viviendo.
En cuanto a su darwinismo y su catalanismo, no eran activismos militantes, sino simpatías intelectuales hacia movimientos renovadores. Participó en el congreso de 1909 por el centenario de Darwin. De hecho, la Universitat de València fue la única en toda España que hizo un homenaje a Darwin, lo que te da una medida de su carácter excepcional. También participó en el primer congreso de médicos y biólogos en lengua catalana, que presidió su padre. Era de Godella, el valenciano era su lengua materna, la de su infancia y su vida familiar. No era un nacionalista político, pero sí un hombre que amaba su tierra y su cultura. En definitiva, era un espíritu ilustrado, abierto a las ideas que supusieran progreso y modernidad, en oposición a un mundo anquilosado y reaccionario.
En tus declaraciones, vinculas constantemente la historia de Peset con la actualidad: las amenazas al libre pensamiento, los ataques a la universidad... ¿Crees que estamos reviviendo, de alguna manera, dinámicas peligrosas hacia la intelectualidad?
Absolutamente. Para mí, escribir sobre el pasado nunca es un ejercicio de arqueología. Es una herramienta para entender el presente. Al igual que en mi novela sobre Voltaire hablaba de la persecución a los intelectuales, en Ingrata Pàtria ese tema es central. Llevo años con la sensación de que existe una beligerancia, a veces sorda y a veces explícita, contra el mundo de las ideas.
Hoy, el intelectual pesa cada vez menos en la esfera pública. Se les ningunea, se les ridiculiza en las redes sociales, se les acusa de ser una élite desconectada. Los poderes políticos, ya sean presidentes autonómicos o del Gobierno central, no cuentan con ellos. ¿Dónde están hoy los intelectuales orgánicos que ayudan a trazar líneas de pensamiento? Han sido reemplazados por asesores de comunicación y expertos en focus groups.
Pienso en Noam Chomsky, uno de los intelectuales más lúcidos de nuestro tiempo. ¿Quién en el poder en Estados Unidos, ya sea con Trump o con Biden, lo escucha? Está arrinconado en un rincón de Arizona, ignorado. Es la antítesis del ideal ilustrado que creía en la participación del sabio en la vida pública para mejorarla. Hoy, los intelectuales molestan. Molestan cuando hablan de la crisis climática, de las migraciones, de la desigualdad. Son temas incómodos que los poderes prefieren abordar con eslóganes simples. La función del intelectual es poner cortafuegos a la sinrazón, aportar sensatez y, sobre todo, humanidad al debate. Echo de menos en nuestra universidad más profesores que sean, también, intelectuales públicos en el sentido sartreano del término: personas que intervengan en la vida de su tiempo.
Echo de menos en nuestra universidad más profesores que sean, también, intelectuales públicos en el sentido sartreano del término: personas que intervengan en la vida de su tiempo”
Has comparado la figura de Peset con la de otro valenciano universal, Lluís Vives. ¿Qué paralelismos ves entre ellos?
Vives es una figura que me obsesiona. Es, posiblemente, lo mejor que ha dado Valencia a nivel intelectual, a la altura de un Erasmo o de un Tomás Moro. Y, sin embargo, es una figura incómoda para la ciudad. Aquí tenemos una estatua de un personaje casi desconocido, [Tomás de] Iriarte, en la plaza del Ayuntamiento, mientras Vives está recluido en el claustro de la Universidad. Si en lugar de Iriarte tuviéramos a Vives, sería un símbolo universal. Valencia siempre se ha llevado mal con Vives porque era un espíritu crítico. No olvidemos que la Inquisición quemó a su padre, exhumó y quemó los huesos de su madre, y ejecutó a otros familiares. Vives, con todo el dolor que eso le causó, nunca volvió a Valencia.
Peset es, en el siglo XX, un héroe moderno a la altura de Vives. Quizá no tenga una obra filosófica de esa envergadura, pero su oposición al franquismo fue igual de digna y valiente. Incluso compartieron el mismo destino de persecución por parte de sus contemporáneos. Peset, como Vives, representa lo mejor de una tradición valenciana de pensamiento crítico y libertad.
Peset es, en el siglo XX, un héroe moderno a la altura de Vives. Quizá no tenga una obra filosófica de esa envergadura, pero su oposición al franquismo fue igual de digna y valiente”
Y en ese perfil, también había un punto de ingenuidad, como mencionas.
Sí, totalmente. A veces lo comparo con el personaje de Tabucchi en Sostiene Pereira, ese profesor que no puede creer que de verdad vayan a matarlo. Peset era doctor en Derecho, conocía las leyes. Hasta el final debió de pensar: “Esto no puede estar pasando, ¿qué he hecho yo para merecer esto?”. De una condena de 30 años se pasó a la pena de muerte. Y lo más llamativo: tuvo al menos tres oportunidades claras de escapar al exilio. En dos ocasiones estuvo en Francia y volvió. Y en una tercera, pudo subir al avión que llevaba a Negrín al exilio desde el aeródromo de Monóvar. Todos le decían que se subiera, pero él se negó. No quería abandonar a su familia, temía represalias contra sus hijos. Fue un acto de nobleza, pero también de una ingenuidad tremenda. Él era el gran botín de guerra. Quizá sus hijos hubieran sufrido unos años, pero al final quedaron libres. Él no llegó a calibrar la maldad absoluta del régimen al que se enfrentaba.
¿Qué esperas que se lleve el lector tras leer Ingrata Pàtria? ¿Un conocimiento histórico, un ejercicio de memoria, una advertencia?
Espero, sobre todo, que sea una llamada a la acción. Mi filosofía, muy influida por Voltaire, es que se debe escribir para actuar. No escribo para deleitar o para entretener de forma pasiva. Escribo para provocar una reacción, una sutura en la conciencia del lector.
Me gustaría que la sociedad cerrase este libro y pensara: “Esto puede volver a pasar”. No es algo de un pasado remoto. Estamos viendo derivas preocupantes: un neomacartismo en Estados Unidos, ataques sistemáticos a la universidad y a la prensa, la ridiculización del experto... La reciente victoria de Harvard al mantener su independencia intelectual frente a presiones políticas fue ejemplar, mientras que la actitud de otras universidades como Columbia fue vergonzosa.
Ojalá el mundo universitario actual viera en Peset un espejo en el que mirarse. Ojalá nuestros rectores y profesores tomaran ejemplo de su civismo y valentía y se atrevieran a opinar más, a estar más presentes en el debate público sobre los grandes temas de nuestro tiempo, ya sea la deriva autoritaria o la crisis ecológica. La sociedad civil necesita modelos como Peset. Ingrata Pàtria es, en el fondo, una invitación a buscar en su figura un modelo de civismo y resistencia para el presente. Porque la memoria, cuando es activa, es el mejor antídoto contra la repetición de la barbarie.
