Dana 2024, 'pantanà' 1982

Diario de València

Dana 2024, 'pantanà' 1982
Periodista

El 20 de octubre de 1982, toda una generación de jóvenes valencianos perdimos para siempre la inocencia por la “pantanà” que arrasó la comarca de la Ribera Alta. Nos pilló justo cuando la vida empezaba a ofrecernos caminos nuevos, sorprendentes, que nos alejaban de los últimos coletazos de ese franquismo en blanco y negro cuyo aliento aún impregnaba las esquinas del país. Habíamos crecido con la esperanza de un futuro más libre, más luminoso, más nuestro. Pero aquella noche la naturaleza y la negligencia humana nos recordaron, de golpe, que éramos extremadamente frágiles. Que en cuestión de horas, el agua podía borrar lo que éramos, lo que teníamos, lo que soñábamos ser.

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Imagen de la presa de Tous tras desmoronarse el 20 de octubre de 1982 

REDACCIÓN / EFE

A veces la memoria es caprichosa y difumina los recuerdos, pero hay escenas que se quedan grabadas con la nitidez de una herida. Recuerdo a la policía local pasando con megáfonos por las calles de Alzira, avisándonos de que subiéramos a nuestras viviendas porque el agua del pantano venía hacia nosotros. Y pienso ahora, con cierta perplejidad, que en 1982 no había internet, ni satélites de vigilancia atmosférica, ni alertas en el móvil que hicieran sonar un ES-Alert. Todo dependía de aquellas voces humanas que recorrían las calles bajo la lluvia, y sin embargo, nos avisaron a tiempo. Gracias a ellos, muchos salvamos la vida. En una época sin tecnología ni protocolos modernos, hubo coordinación, hubo presencia, hubo humanidad. Nadie se sintió abandonado.

Subimos deprisa, cerramos las puertas con un nudo en el estómago y empezamos a esperar. Esa noche, junto a mi padre, vigilábamos desde la ventana que el agua no entrara en nuestra vivienda. Faltó solo un escalón. Uno más, y el agua habría invadido el comedor, las habitaciones, los recuerdos. No teníamos a dónde huir si el nivel seguía subiendo. Mi madre y mis hermanas se esforzaban por mantener la calma, encendiendo cirios que dibujaban sombras temblorosas sobre las paredes. Habíamos rescatado del olvido una vieja chimenea, y la mantuvimos viva toda la noche, no solo para calentarnos, sino como una forma de no rendirnos. El fuego era lo único que no nos podía arrebatar el agua.

Los ruidos eran sobrecogedores. Los golpes secos de los coches y camiones arrastrados por la corriente contra los pilares del edificio hacían temblar el suelo. Era una violencia invisible pero constante, como si el mundo entero se resquebrajara debajo de nosotros. Los gritos de los vecinos atravesaban la noche: llamadas de socorro, de desesperación, que te helaban la sangre. Yo trataba de aparentar serenidad delante de mi padre, porque no quería que pensara que era un cobarde. Pero lo cierto es que lo estaba: muerto de miedo, con el corazón en un puño y la garganta seca de tanto contener el llanto.

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Militares ayudando a limpiar las calles de Alzira

ANGEL MILLAN / EFE

Lo más duro fue escuchar el llanto del hijo de un vecino, un niño de unos ocho o nueve años. No paró en toda la noche. Su madre, sola con él en casa, sabía que su marido no había conseguido regresar: cuando intentó entrar en Alzira, la ciudad ya estaba completamente rodeada por el agua. No puedo olvidar el eco de aquel llanto, ni la resignación en la voz de su madre cuando intentaba consolarlo. Era el sonido del miedo puro, sin filtros, sin disimulo.

En algún momento, ya de madrugada, el agua dejó de subir. Fue entonces cuando nos atrevimos a asomarnos al balcón. No se veía nada más que oscuridad y un silencio denso, roto solo por el rumor del agua golpeando las paredes. Habíamos sobrevivido, pero aún no sabíamos a qué precio. Al amanecer, la ciudad era un lago. Los árboles sobresalían como fantasmas y las calles habían desaparecido bajo una capa marrón que parecía no tener fin.

Tardó tres días en bajar el nivel. Tres días eternos de encierro, de mirar por las ventanas como quien mira el fondo de un sueño del que no puede despertar. Cuando por fin pudimos bajar, el suelo era una masa de fango espeso y pestilente. El olor se metía en la nariz y en el cerebro, como si el aire mismo hubiera envejecido de golpe. Caminábamos con cuidado, hundiendo los pies en aquel barro que era el rastro de nuestra tragedia.

Y entonces, en medio de aquel paisaje desolador, los vimos llegar. Los camiones del Ejército aparecieron por las calles cubiertas de lodo, cargados de agua y alimentos. Aquella imagen me acompañará siempre: los soldados jóvenes, con el uniforme aún impecable pese al barro, repartiendo botellas, pan, mantas, sonrisas. Lo primero que vi, nada más tocar tierra firme, fue su esfuerzo silencioso, su entrega. Se movían sin descanso, con una energía que nos devolvía un poco de dignidad. Fue el primer signo de esperanza tras el desastre, la primera sensación de que el mundo exterior no nos había olvidado.

Vuelvo al instante exacto en que comprendí que no éramos invulnerables, que la vida podía tambalearse sin previo aviso. Y recuerdo también, con gratitud, que incluso sin satélites ni aplicaciones ni sistemas de alerta, hubo manos, voces y corazones que nos protegieron”

Durante días, mi familia y tantas otras hacían cola frente a los camiones para recibir algo de comida, alguna botella de agua, una palabra amable. Los adultos, cubiertos de barro hasta las orejas, con la mirada perdida, parecían envejecidos de repente. En sus ojos se reflejaba el pánico que habían vivido, la certeza de haber estado a un paso de la muerte. Yo los miraba y entendía que algo se había roto para siempre en todos nosotros.

Con el tiempo, la vida siguió, como siempre hace. Pero cada vez que llueve con fuerza, cada vez que oigo un trueno o un rumor de agua creciente, algo se encoge dentro de mí. Vuelvo a aquella noche, al fuego encendido por mi madre, al rostro concentrado de mi padre, a los gritos en la oscuridad. Vuelvo al instante exacto en que comprendí que no éramos invulnerables, que la vida podía tambalearse sin previo aviso. Y recuerdo también, con gratitud, que incluso sin satélites ni aplicaciones ni sistemas de alerta, hubo manos, voces y corazones que nos protegieron. Que la humanidad, aquella noche, fue más rápida que el agua.

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