Hay un tipo de violencia que no deja señales visibles, pero marca para siempre: el silencio impuesto. En muchos colegios e institutos, las víctimas de acoso o abuso viven atrapadas en un laberinto institucional donde la denuncia parece más peligrosa que el propio maltrato. Se habla mucho de protocolos, de campañas de sensibilización, de tutorías emocionales… pero en la práctica, los canales de denuncia en los centros educativos siguen siendo ínfimos, opacos y poco seguros. La comunidad educativa, parece, que no apueste por la prevención.
Las instituciones deben tomar medidas contra el acoso escolar
En algunos colegios, el supuesto “buzón de denuncias anónimas” no garantiza realmente la confidencialidad. Los formularios acaban en manos de la misma dirección que debería ser investigada, o las conversaciones “confidenciales” entre alumnado y profesorado terminan siendo rumor público antes de que se tomen medidas. Lo de hablar con el tutor o el director, mejor ni hablamos. Los menores aprenden, muy pronto, que denunciar puede convertirte en el problema, que es mejor callar, adaptarse o desaparecer. Para que al final, la mejor medida que encuentren sea cambiar a la victima de sitio, en vez de a los agresores. O que los padres para proteger a su hija la cambien de colegio o instituto. O algo todavía mucho peor….
A todo ello se suma un escenario aún más cruel: las redes sociales han convertido el acoso en algo interminable. Antes, el sufrimiento podía quedar limitado al aula o al pasillo del colegio; hoy, continúa en la pantalla del móvil, a cualquier hora, sin descanso. Los agresores ya no necesitan presencia física para humillar: basta un comentario, una fotografía manipulada o un grupo de mensajería para perpetuar la violencia. La tecnología, que debería servir para conectar, se ha transformado en una herramienta de persecución constante. Y mientras tanto, los sistemas educativos siguen sin saber cómo actuar ante un acoso que no se detiene al sonar el timbre, sino que persigue a las víctimas hasta su propia habitación.
Ese aprendizaje temprano tiene consecuencias profundas. Cuando un niño u adolescente entiende que no será protegido si habla, arrastra esa lección toda su vida. Por eso no sorprende que, al llegar al mundo laboral, muchos adultos repitan el mismo patrón de silencio ante el acoso, la humillación o la discriminación.
En las empresas, los canales internos de denuncia se han convertido en un requisito legal, más que en una herramienta de justicia. Y, de nuevo, lo que más se denuncia —cuando se denuncia— es lo mismo que se sufre en los colegios: acoso, abuso de poder y violencia por razón de sexo. Con mucha diferencia con respecto a cualquier otro comportamiento irregular.
El paralelismo es inquietante. En las aulas, las víctimas callan por miedo a las represalias o a no ser creídas. En las oficinas, el miedo adopta otro nombre: miedo a perder el trabajo, a quedar señalado, a que el expediente “desaparezca” misteriosamente en un comité interno. Y detrás de ese miedo, una verdad incómoda: no existen canales realmente independientes ni garantías de investigación imparcial.
Hablamos de menores y de adultos, pero el problema es el mismo: un sistema que protege la apariencia antes que a las personas. En muchos colegios, el prestigio institucional pesa más que la verdad. En muchas empresas, la reputación corporativa vale más que la dignidad de quien sufre. El resultado es un círculo perverso en el que las víctimas aprenden a sobrevivir callando, mientras los agresores aprenden que el silencio les protege.
En muchos colegios, el prestigio institucional pesa más que la verdad. En muchas empresas, la reputación corporativa vale más que la dignidad de quien sufre”
Romper esa cultura exige mucho más que carteles en los pasillos o buzones virtuales. Requiere canales gestionados por terceros, ajenos a la dirección, que garanticen confidencialidad real, investigación efectiva y acompañamiento psicológico y jurídico. Requiere también un cambio de mentalidad: que la denuncia deje de verse como un gesto de conflicto y empiece a entenderse como un acto de responsabilidad colectiva.
Educar para la convivencia no puede limitarse a enseñar a compartir o a resolver conflictos en grupo. También debe enseñar a nombrar lo que duele, a exigir justicia sin miedo y a confiar en que el sistema te protegerá, no te castigará. Porque si los niños aprenden pronto que hablar no sirve de nada, la sociedad que construiremos mañana será una en la que el silencio, una vez más, seguirá ganando.
Ante esta realidad, los gobiernos no pueden seguir mirando hacia otro lado. Es urgente que legislen la obligación de implementar medidas reales de prevención frente al acoso, en el ámbito educativo. No basta con recomendaciones ni protocolos simbólicos: deben existir normas que garanticen la protección efectiva de las víctimas y la responsabilidad de las instituciones que no actúen. Y esa obligación debe de tener al alumnado en el centro, ya que merecen sin duda, entornos seguros donde aprender sin miedo. La prevención no puede ser opcional: es vital. Porque una sociedad que no protege a quien sufre, educa sin querer a quien agrede.