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Nathalie y María: la vida después del barro

Aniversario de la dana

Una joven voluntaria y una anciana damnificada se conocieron entre los escombros de Paiporta. La dana destruyó la casa de María, pero el tiempo y la entrega de Nathalie la devolvieron a la vida. 

Nathalie con María esta semana en Paiporta 

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Por las calles de Paiporta aún se siente el barro. No en los suelos —que ya fueron fregados una y mil veces—, sino en la memoria. Las fachadas repintadas, los bajos vacíos, las persianas bajadas a media altura. La apariencia de normalidad es apenas una capa de pintura sobre un paisaje de pérdidas. Lo sabe bien Nathalie Bassols, una joven catalana que llegó a Valencia tras la dana con una mochila, unos guantes y un propósito: ayudar. Meses después, todavía no puede marcharse del todo.

“Queda mucha gente en situación precaria, pero apenas hay ya voluntarios —dice—. Y a los que seguimos aquí hace tiempo que actuamos solo por nuestra cuenta”. Lo dice con serenidad, sin queja, pero con la claridad de quien ha visto demasiado. A su lado, en una fotografía que envía por teléfono, aparece María, una mujer de noventa y un años, de cabello blanco y mirada obstinada. Detrás de ambas, una casa reconstruida, reluciente, en la misma casa donde hace apenas unos meses el agua alcanzó el metro y medio y todo olía a lodo y desesperanza.

La historia de María y Nathalie comenzó en los días posteriores a la dana del 29 de octubre, aquella catástrofe que dejó 229 muertos y una provincia entera convertida en un escenario de guerra. Las imágenes del desbordamiento del Barranco del Poyo o del Turia, las carreteras cortadas, los pueblos aislados y el silencio de las noches sin luz forman parte de un trauma colectivo que todavía no cicatriza.

Estado en el que quedó la vivienda de María

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Nathalie, graduada en Psicología, no lo dudó. “Dejé mi trabajo y vine sola —recuerda—. Me movía con lanzaderas, visitaba pueblos como Paiporta o Massanassa, y fui conociendo a otros voluntarios que ya estaban sobre el terreno.” Su primera tarea fue sencilla y brutal: sacar barro de garajes, de plantas bajas, de lo que había sido una casa y ya era solo una masa húmeda de muebles, yeso y recuerdos.

En esos días conoció a los voluntarios de ATTsF, una ONG navarra que cada fin de semana recorría más de quinientos kilómetros para traer mano de obra y esperanza. “Eran increíbles —dice—. Viajaban cada viernes por la noche, dormían donde podían, trabajaban sábado y domingo y volvían a Navarra el lunes de madrugada para ir a sus trabajos”. Fue con ellos cuando conoció a María, una viuda que había pasado toda su vida en una casa construida por su padre. “Para ella no era solo una vivienda; era su historia, su raíz. Decía: ‘Aquí nací, y aquí quiero morir’”.

Cuando Nathalie llegó, la casa de María era un amasijo de paredes húmedas y muebles hinchados. No tenía seguro. La ayuda pública —6.000 euros— apenas alcanzaba para lo esencial. “María necesitaba al menos veinte mil, y solo recibió seis”, recuerda Nathalie. Con materiales donados y la mano de obra de los voluntarios, comenzaron una reconstrucción que era también un acto de resistencia: picar paredes, rascar humedades, instalar un baño nuevo, volver a pintar el salón.

Durante semanas, Nathalie durmió en un hostal, luego en una residencia y más tarde en Manises, junto a otros voluntarios. En los últimos meses, la falta de ayudas les obligó a improvisar: “A veces me quedaba en un AirBnb, o en casa de algún vecino. Incluso hubo un hombre que nos dejó su nave industrial para dormir.”

“María necesitaba al menos 20.000 euros y solo recibió 6.000 para rehacer su casa”, explica Nathalie

Cuando habla de todo ello no suena heroica. Su tono es el de alguien que se ha acostumbrado a la intemperie, al cansancio y a una forma de vida que no promete nada a cambio. “A veces no sabía dónde quedarme a dormir —dice—. Pero no pensaba dejar a María hasta que todo acabara.”

Hoy la casa de María está habitable. Los electrodomésticos, regalados; las paredes, relucientes; el olor, por fin, limpio. Pero algo no termina de volver a su sitio. “El problema —dice Nathalie— es que María no vive aún del todo abajo. Duerme la mayoría de noches en casa de su hijo. Siempre encuentra alguna excusa: que hace frío, que hay humedad… pero en realidad es miedo. Miedo a que vuelva a pasar.”

Nathalie en la cocina ya rehabilitada

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Ese miedo, invisible y persistente, es lo que Nathalie considera “la otra catástrofe”. “Cuando hablamos de recuperación, pensamos en que la casa esté ya en condiciones, en que se hayan retirado los escombros. Pero eso no significa que la persona esté bien. Hay secuelas invisibles: ansiedad, insomnio, la sensación de que lo peor puede volver.”

Durante las primeras semanas tras la dana hubo psicólogos, equipos de emergencia, apoyo emocional. Pero con el paso del tiempo, la atención se disolvió. “La emergencia se apaga, y con ella el interés —explica—. Pero la gente sigue con sus miedos, con sus pérdidas. Han reconstruido las paredes, no sus vidas.”

María duerme muchas noches en casa de su hijo, tiene miedo de que vuelva a pasar

En ese punto, Nathalie propone una reflexión que trasciende su caso: la necesidad de una transición de la emergencia a la prevención. “Hay que pensar en cómo evitar que vuelva a pasar. Revisar seguros, infraestructuras, cauces, materiales de construcción… No podemos vivir apagando incendios, o en este caso, drenando aguas.”

Nathalie ha aprendido a distinguir las señales del olvido: locales cerrados, fachadas vacías, barro seco en las juntas del pavimento. “Ves casas que ayudaste a limpiar y que hoy están en venta —cuenta—. Gente que se rinde, que no puede permitirse volver a empezar.” Su voz se quiebra al recordarlo: “Pasé por una vivienda en la que trabajé durante semanas y vi un cartel de ‘Vendida’. La propietaria me dijo: ‘Acabo de reformar, pero no voy a pasar por esto otra vez’.”

La joven catalana habla con afecto, pero también con una lucidez que desarma. “La resiliencia existe —dice—, pero no es infinita. Necesita apoyo, recursos y tiempo.”

María, por su parte, ha vuelto a reír, aunque poco. Las tardes las pasa en su sillón, mirando las fotografías que Nathalie le colgó en la pared: imágenes de antes del desastre, y otras de después, con los voluntarios posando cubiertos de barro. “Cuando la visito —cuenta Nathalie— me dice que aún sueña con el agua. Pero también me dice que se siente acompañada, que sin nosotros nunca habría vuelto a casa.”

Ves casas que ayudaste a limpiar y que hoy están en venta. Gente que se rinde, que no puede permitirse volver a empezar.

Si algo repite Nathalie una y otra vez es esa palabra: olvido. “Es el gran mal ahora mismo —dice—. Se ha ido la gente, se han ido las cámaras, y los que quedamos no tenemos dónde dormir ni ayuda para comer.”

Su testimonio resume lo que muchos voluntarios sienten tras la catástrofe: la desmovilización, la indiferencia, la sensación de que la solidaridad tiene fecha de caducidad. Lo que comenzó como una ola de apoyo —con miles de personas limpiando, donando y organizando colectas— se ha ido reduciendo hasta quedar en unos pocos persistentes. “Los voluntarios navarros de ATTsF siguen viniendo a veces —dice—, pero cada vez menos. La mayoría tiene trabajos, familias, obligaciones. Y los que seguimos aquí hacemos malabares.”

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Aun así, Nathalie no olvida agradecer. Nombra al Ejército, que “también ayudó en casa de María”; a SOS Valencia, “que sigue activa”; y a la Fundación Isabel Enrique Díaz, que “continúa recaudando fondos con un compromiso admirable”. “Sin ellos, esta reconstrucción no habría sido posible.”

Nathalie estudió Psicología. Tal vez por eso su mirada no se detiene en lo material. “Hay algo que me impresiona —dice—. La gente cree que cuando todo está limpio, ya está todo bien. Pero la reconstrucción emocional lleva más tiempo. Y no hay voluntarios para eso.”

Cuando pasea por Paiporta, siente una mezcla de emociones. “Cada esquina tiene un recuerdo. He vivido cosas buenas y malas, pero siempre intensas. A veces me invade una angustia suave, otras una sensación bonita, difícil de describir. Es un mix de emociones.”

La historia de Nathalie y María es solo una entre miles. Pero encierra una verdad incómoda: que las tragedias naturales no se miden solo en muertos ni en metros cúbicos de agua, sino en la capacidad de una sociedad para recordar a sus víctimas cuando ya no son noticia.

Las tragedias naturales no se miden solo en muertos, sino en la capacidad de una sociedad para recordar a sus víctimas

La dana del 29-O arrasó pueblos, sí, pero también destapó la fragilidad de un país que reacciona con generosidad inmediata y con olvido rápido. Las casas pueden reconstruirse; las vidas, no siempre.

En la cocina nueva de María, las dos mujeres posan sonriendo. Detrás de la imagen hay meses de esfuerzo, de frío, de noches sin techo y de días interminables de trabajo voluntario. La anciana sostiene la mano de la joven con la fuerza de quien sabe que sin ella estaría perdida. Nathalie, por su parte, sonríe con pudor, consciente de que lo suyo no es heroísmo, sino humanidad.

Pero ambas saben que lo que realmente temen no es el agua, sino el olvido.