Siendo optimistas, estoy ya bien entrado en el otoño de la vida. Eso siempre que el destino no me regale algún sobresalto inesperado que invite al invierno a avanzarse e, incluso, a la noche polar. Tal vez me deje a alguien, rezagado en alguna esquina del árbol genealógico, pero ya apenas me quedan familiares más mayores. Y aparte de las bajas más cercanas (que son ya casi todas y que –aunque soy un vitalista enfermizo– llenan los días de nostalgia), veo desvanecerse, a mi alrededor, a los que acompañaron a los míos en vida. Es una sensación extraña, desasosegante. No por miedo a lo que irremediablemente vendrá, sino por los cambios aparejados, que se hacen tan explícitos al observar las inquietudes de nuestros mayores.
Fragmento de un cartel de Morell de 1940, promocionando las playas de Valencia.
Hoy saludé a la misma vecina que hace ya años me regaló una foto de “les festes de carrer” que se celebraban en el Cap de França, donde se ve a mi padre, con ocho años, disfrazado de Charlie Chaplin o algo así. “Era un nino”, decía. Hace ya años que ella enviudó, que le pesa más que los achaques y las dolencias –“els alifacs, xiquet”–. Ronda los noventa, se cuida el aspecto como si acabara de cumplir veinte y siempre tiene una sonrisa y una palabra amable a punto. Cuántas vidas en una vida, siempre arraigada a las mismas calles, como un faro para todos los que hemos ido y venido, adaptándose a cada tiempo, a las modas, a las problemáticas. Con una sonrisa y una palabra amable, insisto.
Después de comer me encontré al hijo, ya setentón, de un vecino y amigo de mi padre. Cuando lo conocí (al padre), el mío ya no vivía, pero nos hicimos amigos, en cierta manera, gracias al recuerdo de la amistad que ambos tuvieron de jóvenes. Y cuando él falleció, muy mayor, conocí al hijo. Y cada verano, cuando nos vemos, compartimos un vino o una conversación sobre su padre, sobre el mío, sobre el Cabanyal de aquel tiempo y sobre el de ahora. Sin pena, en realidad.
Entre medias, por WhatsApp, me ofrecieron una mesa de mármol que van a tirar y en la cual mi padre compartió tertulias y partidas de truc hace medio siglo con una buena colla de amigos, a muchos de los cuales también conocí y a algunos aún veo. Siempre hablamos de los buenos tiempos (los suyos), que son, lógicamente, los del verano y la primavera, cuando tenemos la osadía y los arrestos para disfrutar la vida hasta el tuétano.
Por la tarde entrevisté en l’Escorxador a Ximo López, camino de los cien, el último calafate, memoria viva de nuestro pueblo y de otro tiempo, al que ya le hemos dado varias vueltas.
El tiempo se detiene en la barbería, como cuando me dejaban en la de enfrente del Café El Polp y me daban una caja metálica de galletas llena de soldaditos. De niño, en esa patria cada vez más lejana que es la infancia”
Por la mañana había ido a la peluquería pakistaní que frecuento. “Yo cortar cuello, amigo”. Reparo que ya hace unos cuantos años de la primera broma, navaja en mano, cuerpo vencido. Me ha cortado el pelo el hijo del dueño. No hace tanto estaba barriendo pelos, entre las butacas ergonómicas y el olor a loción barata. Ahora ya parece un pistolero con un “clipper” en cada mano. No le gusta la tijera ni la navaja. Es militante de la cortapelos. No tiene el tacto refinado del padre, pero el resultado es mejor, ya que domina la simetría y el detalle. Pero es impulsivo. Cuando se ha ido, me he quedado a solas con el jefe. Hemos tenido una cierta complicidad. “Me gusta más cómo lo cortas tú, más reposado, más tradicional. A la barbería se viene a disfrutar, a detener el tiempo”. Se ha reído. No sé si me ha entendido. No entiende un pijo de castellano. Ni apenas lo habla. Lo justo. Aunque lleva aquí años. Es amable, cortés, trabaja bien. Para mí es suficiente.
El tiempo se detiene en la barbería, como cuando me dejaban en la de enfrente del Café El Polp y me daban una caja metálica de galletas llena de soldaditos. De niño, en esa patria cada vez más lejana que es la infancia.