Cuatro de cinco: retratos de Zaplana, Olivas, Camps y Mazón en el Palau de la Generalitat

Análisis

Una crónica de poder, excesos y caídas que recorre tres décadas de presidencias populares en la Comunitat Valenciana

Eduardo Zaplana, José Luís Olivas, Francisco Camps y Carlos Mazón

Eduardo Zaplana, José Luís Olivas, Francisco Camps y Carlos Mazón

LVE

En la política valenciana hay, desde hace décadas, un ritmo propicio a las grandes novelas: erupciones de poder regional, fortunas que crecen junto al influjo del partido hegemónico y, como contrapartida, caídas que parecen obedecer a una coreografía ya conocida. Si uno mira la lista de presidentes autonómicos del Partido Popular —esa sucesión que va dejando huellas en el Palau de la Generalitat—, emerge un dato que pide ser contado con la frialdad de la estadística y la ironía del cronista: cuatro de los cinco presidentes del PP han acabado sometidos a la acción de la justicia o arrastrados por crisis políticas que terminaron en dimisión o en condena. Solo uno, en apariencia, esquivó ese destino inmediato; Alberto Fabra. El inventario es tan breve como elocuente y merece una mirada que combine historia, análisis y una sonrisa amarga.

La primera escena la protagoniza Eduardo Zaplana, el político que modernizó la imagen del “poder valenciano” y, al tiempo, encarna el aprendizaje de un tiempo en que la política y los negocios se confundieron hasta volverse indistinguibles, como bien ha relatado el periodista Francesc Arabí en sus obras. Zaplana —presidente de la Generalitat entre 1995 y 2002— fue, tras años de pesquisas e investigaciones, condenado por la Audiencia Provincial de Valencia en el llamado “caso Erial”: penas que sumaban diez años y cinco meses de prisión por delitos relacionados con la adjudicación y cobro de comisiones en la red de las ITV y otros negocios vinculados al poder autonómico. La sentencia, y el proceso que la antecedió, cerraron un capítulo que ya no puede leerse sin la palabra corrupción pegada al nombre del protagonista. Que un expresidente reciba una condena de esa envergadura forma parte, desde entonces, del paisaje penal y moral que acompaña a la vida pública valenciana.

Alberto Fabra en las Cortes Valencianas

Alberto Fabra, el único de los cinco prdesidents valencianos que no fue afectado por la justicia o por una fuerte crisis política contra él

Propias

La segunda escena es la del hombre que, por pocos meses, ocupó el Palau entre Zaplana y Camps: José Luis Olivas. La biografía de Olivas es proteica: concejal en València, conseller de Economía (con Zaplana), pieza de recambio político en un momento de transición (de Zaplana a Camps), presidente fugaz de la Generalitat (2002–2003) y luego figura relevante en el sector financiero como presidente de Bancaja y del Banco de València. Sin embargo, su trayectoria empresarial y sus manejos contables acabaron por pasarle factura judicial: en 2017 fue condenado a un año y medio de prisión y a una multa por la emisión de facturas falsas vinculadas a un cobro que no se correspondía con un servicio prestado. No era la condena monumental de Zaplana, pero sí bastó para incorporar a Olivas a la nómina de exmandatarios tocados por la justicia. Desde entonces, su figura queda como una nota en el expediente de la Comunitat: el presidente que, por oficio, cuidó las arcas y que, por decisión judicial, fue acusado de falsear cuentas.

La tercera escena es, quizá, la más teatral: Francisco Camps. Gobernó la Comunitat Valenciana entre 2003 y 2011 con mayorías amplias, una personalidad de liderazgo y una estética política basada en la promesa del crecimiento y la competitividad. La caída de Camps se produjo por un episodio que, en la narrativa pública, adquirió la dimensión de fábula (y de chiste político): el “caso de los trajes”. La polémica terminó provocando la dimisión de Camps en 2011, un adiós que no fue solo práctico —perder el puesto— sino simbólico: el poder que se cree invulnerable podía ser desarmado por la sospecha, por la imagen de un gobernante presuntamente beneficiado por empresarios con intereses. Años después, todos los procesos judiciales contra Camps terminaron en absolución, una suerte de exculpación tardía que no borró, sin embargo, la huella política de la crisis ni la percepción pública de un poder con telarañas. La lección es doble: la Justicia puede absolver, pero la política no siempre olvida.

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La cuarta y más reciente escena la protagoniza Carlos Mazón, elegido president en 2023 y obligado a presentar su dimisión hace pocos días tras una gestión de la dana, y de su aún no aclarado itinerario en esa jornada que asoló la Comunitat y causó víctimas y críticas públicas. Su renuncia, anunciada con lenguaje de fatiga y apelaciones a pactos parlamentarios, no vino tanto por una sentencia como por una derrota de imagen y de responsabilidad política: la democracia —y la opinión pública— reclamó cuentas y el presidente, a la postre, decidió marchar. Mazón es, en términos de la lista que nos ocupa, el cuarto dirigente popular que abandona el Palau entre la presión de las familias de las víctimas y la imputación moral. Y aún podría complicarse su situación si finalmente es imputado en la instrucción de la jueza de Catarroja. 

Contada así, la historia podría leerse como una maldición: el palacio autonómico convertido en un talismán que atrae la desgracia del poder. Pero la ironía tiene más que ver con diagnóstico que con superstición. Hay, detrás de cada caída, un patrón estructural: una cultura de poder que favorece relaciones clientelares, complicidades poco transparentes y una cercanía peligrosa entre lo público y lo privado. La repetición no es azarosa; es resultado de instituciones que no impermeabilizan suficientemente la toma de decisiones bajo vigilancia pública, de partidos que han tolerado prácticas opacas cuando estas servían para consolidar mayorías y de una sociedad que, durante años, miró para otro lado mientras se tejían redes que ahora se deshilachan bajo la lupa judicial.

El fenómeno valenciano no es un caso aislado y también sucede en otras comunidades autónomas

En términos históricos y sociológicos, el fenómeno valenciano no es un caso aislado: la política regional, en muchas comunidades, ha sido terreno fértil para la captura por intereses concentrados, vean, como ejemplo, el caso de la Comunidad de Madrid. Lo que distingue a la Comunitat, sin embargo, es la concatenación de episodios que afectan a la propia imagen colectiva: un expresidente condenado, otro condenado por fraude contable, un líder obligado a dimitir por el escándalo de los trajes y un presidente que cae por la gestión de una tragedia que ha convulsionado la sociedad valenciana. Esa sucesión tiene efectos reputacionales que van más allá de los individuos: erosionan la confianza en el funcionamiento impersonal del Estado autonómico y alimentan la narrativa de que la administración pública ha sido tradicionalmente un botín político.

La ironía final es doble y cruel: mientras el Palau debería ser el santuario del autogobierno y de la responsabilidad pública, a menudo se ha visto como el escenario donde el talento político se confronta con viejos hábitos y donde la transparencia se disputa con la discreción. Y sin embargo la lección democrática que brota de estos episodios no es la de una condena moral indefinida al sistema autonómico, sino la posibilidad de aprendizaje y reforma. La repetición de escándalos ha obligado a instituciones, partidos y sociedad civil a repensar controles, transparencia y códigos éticos; ha puesto en primer plano la necesidad de escrutinio y de reglas que reduzcan la posibilidad de captura.

Horizontal

El president de la Generalitat Valenciana, Carles Mazón, saluda a Francisco Camps, el día del funeral de Estado. 

Nia Escolà / ACN

Terminemos con una imagen: al final del día, el Palau de la Generalitat sigue siendo un palacio. Sus muros no maldicen a nadie. Pero la historia contemporánea valenciana nos deja la enseñanza de que el poder, si no se circunscribe, acaba devorando su propia legitimidad. La sucesión de presidentes populares tocados por la justicia o por la crisis no es una fábula atribuible a un destino caprichoso; es la fotografía de un tiempo que impone reformas, exige ejemplaridad y reclama, sobre todo, que la próxima presidencia no sea otra página más en la serie de caídas recurrentes, sino el inicio de un ciclo donde la institucionalidad valga más que la astucia política.

(Para los lectores que busquen verificar los hitos procesales y cronológicos citados: la condena de Eduardo Zaplana por el caso Erial fue dictada por la Audiencia Provincial de Valencia; la condena a José Luis Olivas por la emisión de facturas falsas fue notificiada en 2017; Francisco Camps dimitió en 2011 tras el escándalo de los trajes y fue posteriormente absuelto en varios procedimientos; y Carlos Mazón presentó su dimisión como president el 3 de noviembre de 2025).

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