Las llamadas registradas en el servicio de teleasistencia durante la tarde del 29 de octubre de 2024, cuando la DANA golpeó con violencia varias localidades valencianas, son el testimonio desgarrador de una angustia sin respuesta. En esas voces grabadas quedaron atrapados los últimos minutos de desesperación de quienes pedían ayuda desde sus casas inundadas, y también la impotencia de los operadores que, entre la calma profesional y la desesperación contenida, intentaban socorrer a quienes sabían en peligro.
Una de esas llamadas partió de Picanya, desde la casa de una mujer mayor que vivía junto a un barranco. A las pocas palabras, su miedo quedó expuesto: “Hola, hola, estoy muy asustada”. La lluvia no cesaba, el agua subía con rapidez y entraba “por todas partes”. “Tengo llena de agua”, repetía, y la operadora, con voz firme, le pedía que se subiera a un sofá o a la cama. “Estoy en el sofá”, respondió la anciana. “No se mueva, vamos a avisar a los servicios de emergencia”, le dijo la trabajadora. “Por favor, por favor”, suplicó ella, mientras al otro lado del teléfono ya se intentaba, sin éxito, contactar con la Policía Local y con una amiga que también estaba atrapada por el agua en una planta baja.
Las líneas de emergencia estaban colapsadas. “El 112 y la policía están saturadísimos”, explicaba la operadora. “Por Dios, ella es una señora mayor, vive sola, no se puede mover”, insistía la amiga, impotente. “Usted póngase a salvo también, cariño, ¿vale?”, alcanzó a decir la trabajadora, antes de que la comunicación se perdiera. En una segunda llamada, la operadora le pide que suba más alto, “si puede, a una mesa”. “Entra con mucha fuerza”, responde la mujer. “Vale, por favor, rápido”. “No se preocupe, seguimos pidiendo ayuda”. “Vale… ay…” fueron las últimas palabras.
En Utiel, donde el río Magro se desbordó, otra llamada refleja la desesperación de una hija que no consigue contactar con su madre, de 90 años. “Estamos inundados. Han ido los bomberos, pero no podemos pasar. No sé si la han sacado, o si está en casa. Si está en casa tiene que estar muy mal, porque el agua está hasta arriba. Miren a ver si me lo pueden solucionar, por favor”. En los 15 audios registrados, la madre nunca llegó a responder. Los operadores llamaron al 112 y a la Policía Local, pero las líneas estaban saturadas y los servicios de rescate desbordados. “Vaya al grano, que tenemos muchas llamadas”, les pidió un agente. “No estamos haciendo rescates, solo cogemos mensajes”, añadió otro.
La hija volvió a llamar varias veces, cada vez más abatida: “He hablado con una vecina y dice que el agua entraba por las ventanas. Mi madre está dentro. Con 90 años y la casa medio llena de agua… me temo lo peor”. La operadora intentaba tranquilizarla, pero la mujer solo podía constatar la magnitud del desastre: “Está todo el pueblo cortado. La UME está con barcas. No sabemos nada. Se ha ido la luz… No sabemos nada”.
Aquel día, las voces que cruzaron los teléfonos de la teleasistencia fueron el eco humano de una tragedia natural. La tormenta ahogó pueblos, pero también llenó de impotencia a quienes escucharon cómo la desesperación se convertía en silencio al otro lado de la línea.

