El precio de manipular la verdad

Diario de València

El precio de manipular la verdad
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Hay crisis que desnudan fallos técnicos, errores de cálculo o simples negligencias. Pero hay otros —más graves, más corrosivos— que desnudan fallos morales y políticos, que son los que destruyen la legitimidad democrática. La dana del 29 de octubre de 2024, con 230 muertos, pertenece a esta segunda categoría. No solo por la tragedia en sí, sino por lo que vino después: un esfuerzo persistente, casi artesanal, por ocultar la verdad, alterar los hechos y proteger el relato de los protagonistas antes que a la ciudadanía que sufrió la tragedia.

El presidente de la Generalitat valenciana en funciones, Carlos Mazón, comparece ante la comisión de la dana, en el Congreso de los Diputados, a 17 de noviembre de 2025, en Madrid (España). El 'popular' Carlos Mazón, abre hoy las comparecencias políticas de la comisión del Congreso que investiga la gestión de la dana del 29 de octubre de 2024, que dejó 229 muertos sólo en Valencia, y se enfrenta, por primera vez, a un interrogatorio con el formato de pregunta-respuesta sobre su actuación.

El expresident valenciano, Carlos Mazón 

Eduardo Parra - Europa Press / Europa Press

Ni Carlos Mazón, ni Maribel Vilaplana, ni el jefe de gabinete del expresident José Manuel Cuenca han dicho la verdad, y los hechos objetivos así lo confirman. Y el problema no es ya su responsabilidad, política o judicial si la hay, sino la fractura democrática que produce un poder que falsea el mensaje para preservar su continuidad. Porque la mentira política no es un fallo ético aislado: es un ataque directo a la credibilidad institucional. Si la democracia se sostiene sobre la verdad pública —esa verdad que hace posible la discusión racional, la rendición de cuentas y la confianza en las instituciones—, la mentira es dinamita colocada en sus cimientos.

Los wasaps entregados por Salomé Pradas han roto, definitivamente, un cerco narrativo construido durante meses. Revelan que Mazón disponía de información suficiente antes incluso de la comida de El Ventorro para haber actuado con la diligencia que la situación exigía. A las 13.00 h, Pradas le informó de la alerta hidrológica, de los refuerzos activados y de la preocupación real por la Ribera Alta, el barranco del Poyo y el río Magro y de las medidas que se habían activado. El president contestó: «Cojonudo». Dos horas después, mientras comía, la situación se deterioraba rápidamente. Y cuando a las 14.11 h recibió un nuevo mensaje —«La cosa se complica en Utiel»— ya no respondió. La política no se examina solo en los hechos: también en las omisiones. Y esa omisión, en mitad de una emergencia mortal, no es solo un error: es la negación del deber público más elemental.

Sorprende también la posición de José Manuel Cuenca, quien declaró ante la jueza y ante el Congreso que no intervino en la gestión de Emergencias. Sus propios mensajes lo contardicen: a las 19.55 horas ordenó a la consellera no contemplar el confinamiento hasta en cinco ocasiones —«Quítatelo de la cabeza. Salo, de confinar nada»— pese a que ella, que presidía el Cecopi, advertía del deterioro generalizado y de un muerto en Utiel ya desde las 16.28 h. No era un simple observador como intentó trasladar. 

Todo esto sería grave en cualquier circunstancia. Pero lo es infinitamente más cuando el poder ha hecho del relato su herramienta principal. Porque cuando el relato sustituye a la verdad, la democracia deviene mera escenografía. Walter Lippmann lo advirtió hace un siglo: no hay sistema democrático que pueda sobrevivir si el gobierno manipula los hechos y espera que la ciudadanía viva de ficciones.

La actitud Carlos Mazón tras la tragedia no ha sido la de un poder que busca esclarecer; ha sido la de un poder que busca controlar. Controlar qué se sabe, cómo se cuenta, qué se oculta. Y esto tiene efectos políticos profundos: degrada la autoridad del cargo, socava la relación entre gobernantes y gobernados, y alimenta un sentimiento de abandono que, en un contexto de dolor, se convierte en resentimiento político legítimo.

Por eso el trabajo de los medios de comunicación, de la jueza de Catarroja y —sí— de la propia Pradas al aportar los mensajes es tan relevante. Porque han devuelto a la esfera pública algo más que datos: han devuelto realidad. Y la realidad, en democracia, es un bien público tanto como la educación o la sanidad. Sin ella no hay deliberación, no hay control, no hay legitimidad.

Pero la verdad tiene un movimiento propio. Surge cuando se le abre una grieta, y con ella emerge también la posibilidad de reconstruir la confianza. Por eso es tan devastador que se haya intentado impedir su aparición, para todos aquellos, también del PP, que confiaron en Mazón pero, sobre todo, para los familiares de las víctimas mortales, que han vivido este año en un profundo duelo: por la pérdida de sus seres queridos y por la certeza de que aquello que intuían sobre la conducta del president era cierto. 

La legitimidad no se improvisa: se gana. Y, cuando se pierde, no la salva ningún relato. La salva solo la verdad, lo contrario es hundirse bajo el peso de la mentira.

En democracia, la verdad no es solo una virtud: es una condición de existencia. Y quienes, desde el poder, la manipulan o la ocultan no cometen solo una falta moral, cometen un daño político irreparable. Con estos mensajes, lo que se ha hundido no es solo un relato: es la pretensión de que la mentira podía sostener la legitimidad. La legitimidad no se improvisa: se gana. Y, cuando se pierde, no la salva ninguna estrategia sostenida desde la más intolerable manipulación. La salva solo la verdad, y lo contrario, como así ha sucedido, es quedar sepultado por el precio de manipular la verdad; un precio irreparable.

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