La compañía del escritor

Nadar de espalda

Hay un género artístico que me fascina: los malos libros de los buenos escritores, las piezas flojas de compositores excelentes, las ideas erradas de pensadores que suelen tener las intuiciones correctas. ¿Cuáles son las circunstancias que los empujan a crear obras que ellos mismos, en otro momento, rechazan, burlan, rompen en mil pedazos?

Es muy habitual que un escritor dude de su propia escritura. Un escritor, entre otras cosas, es lo contrario de un opinador (y por eso los novelistas escribimos columnas de opinión raras, irregulares). Como novelista una no debería tener opiniones, y dedicarse más bien a manejar voces, perspectivas e historias que puedan complementarse –o contradecirse–entre sí. La ficción contiene una cosa y la contraria, y no es su sentido tener la razón.

Hoy he releído un texto que escribí hace un tiempo, y me ha parecido malísimo, precisamente porque trataba de tener la razón. Cualquier texto que quiera tener la última palabra sobre algo es bochornoso, vulgar, pero este error apunta a uno de los motivos por los cuales la escritura empeora, falla. Recuerdo que, mientras escribía esa pieza, estaba sumida en una relación confusa, bélica, llena de antagonismo y ansiedad. El descontento no deja pensar, y si reviso mi trabajo de esa época, es de una calidad inferior a lo escrito antes y después.

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Si hay que tomar riesgos en el trabajo –si el arte tiene que ser complejo, violento, extraño–, las relaciones deberían ser lugares de calma, y no de agitación. Para evocar emociones en el lienzo, el alma tiene que estar en paz. La compañía que escoje el escritor no tiene por qué inspirarlo, pero sí dejar espacio a la inspiración. Eso significa no ocuparlo con excesivos pesares: si una está lidiando con batallas en la vida real, los textos se convierten en lugares donde una quiere afirmarse, imponerse, tener la razón.

Cada párrafo pertenece al lugar y al momento en que fue escrito, al espíritu calmo o enturbiado que lo produjo, y tal vez deberíamos leer las peores páginas de nuestros escritores favoritos en el contexto de malas compañías. Y viceversa: recordar que el verdadero acompañante es aquel que no oscurece ni tortura nuestra imaginación, sino que la apacigua para que nuestra obra sea compleja, no nuestra vida.

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