Escándalo global, ¿es realmente el vestido de la portavoz de la Casa Blanca ‘made in China’?
Fashion week
Mientras la administración Trump eleva los aranceles a China, sus portavoces visten productos hechos allí
El consumidor, confuso y hastiado, empieza a creer más lo que ve en TikTok que lo que lee en las etiquetas
Karoline Leavitt, portavoz de la Casa Blanca con un traje rojo, supuestamente, realizado en China
Karoline Leavitt, portavoz de la Casa Blanca y nuevo rostro del trumpismo millennial, apareció hace unos días en un acto oficial con un vestido rojo ribeteado en encaje negro. Lo que a primera vista parecía una imagen inocua —otra aparición más de un miembro de la clase política intentando construir su capital simbólico a través de la estética— se convirtió en un incidente diplomático inesperado. No por el largo del vestido ni por su estilo discutible, sino por su procedencia.
Zhang Zhishen, cónsul general de China en Denpasar, compartió en X una captura del vestido con un mensaje envenenado: el encaje, aseguraba, había sido fabricado en Mabu, una localidad china especializada en textiles. “Acusar a China es negocio. Comprar en China es vida”, escribió con sorna. Leavitt, que defiende con vehemencia los aranceles del 145% impuestos por Trump a los productos chinos, parecía ir vestida de contradicciones.
Leavitt, que defiende con vehemencia los aranceles del 145% impuestos por Trump a los productos chinos, parecía ir vestida de contradicciones
La chispa que fue un post se convirtió en un fuego de controversia, en el que algunos usuarios defendían que el vestido estaba hecho en Francia, y otros que era una copia made in China. Lo cierto es que la prenda en cuestión pertenece al catálogo de Self Portrait, una firma fundada en 2013 por el diseñador malasio Han Chong. Aunque registrada en el Reino Unido, Self-Portrait está actualmente controlada por el conglomerado chino Ellassay y tiene su sede operativa en Shenzhen. El propio diplomático chino zanjó la discusión con un mensaje en redes: “Self-Portrait, marca registrada en Reino Unido, creada por un diseñador malasio chino, made in China”.
El episodio ha servido también para avivar una conversación candente en TikTok: la revelación masiva —o su simulacro— de que muchas grandes marcas de lujo fabrican (o han fabricado) parte de sus productos en fábricas chinas. En vídeos con millones de visualizaciones, operarios y dueños de fábricas muestran la producción de bolsos, zapatillas o pantalones “idénticos” a los de marcas como Gucci, Louis Vuitton, Lululemon o Nike, vendiéndolos a precios que difieren mucho de los marcados en puntos de venta oficiales: un Birkin por 1.400 dólares, unas Birkenstock por 10, leggings de Lululemon por cinco.
Los vídeos, algunos borrados y otros viralizados hasta números que marean, se mueven entre la denuncia y la autopromoción. En ocasiones se presentan como una forma de justicia poética frente al abuso del consumidor occidental. Otras, como una burla directa a las políticas de Trump. Pero lo más significativo no es la veracidad de los contenidos —que en muchos casos es dudosa—, sino la velocidad con la que el público ha querido creerlos.
Esa corriente de contenido en TikTok asegura estar “exponiendo” la cadena de producción oculta del lujo. Operarios, dueños de fábricas y blogueros chinos comparten clips donde afirman que artículos de marcas como Miu Miu, Gucci o Louis Vuitton se fabrican en las mismas plantas que producen para firmas menores, pero a una fracción del precio. El hashtag #Chinamanufacturer acumula decenas de miles de publicaciones; una cuenta llamada Senbags2 —desactivada tras alcanzar los diez millones de visualizaciones— sostenía que el 80% de los bolsos de lujo se hacen en China. En los comentarios, los usuarios no solo celebraban el hallazgo: compartían nombres de fábricas y ofrecían enlaces para comprar directamente desde allí.
El mercado del lujo atraviesa una crisis de ventas motivada, en parte, por otra de legitimidad. La narrativa aspiracional que durante décadas sostuvo a las grandes casas —calidad, artesanía, exclusividad— se resquebraja en el momento en que una fábrica anónima en Guangdong muestra que puede producir “el mismo bolso” por una fracción del precio. Y aunque muchas de estas piezas son falsificaciones, su existencia refuerza una sospecha que ese cliente que no pertenece al 1% más rico ya albergaba: los márgenes de beneficio del lujo no se justifican por los costes reales de producción.
De fondo, resuena otra verdad incómoda: producir en China hace tiempo que dejó de ser sinónimo de mala calidad. El país cuenta con mano de obra altamente cualificada, maquinaria avanzada y décadas de experiencia acumulada en confección y marroquinería. De hecho, no son pocos los talleres asiáticos que sirven como subcontratistas silenciosos de firmas europeas. Algunas marcas completan fases parciales en China y terminan la pieza en Francia o Italia, lo que les permite, gracias a los vacíos legales, etiquetarlas como “Made in France” o “Made in Italy”.
Con todo, las normativas internacionales son más estrictas de lo que los vídeos insinúan: en EE.UU., el “Made in USA” solo se permite cuando todos los componentes y procesos son nacionales; en Europa, especialmente en Francia e Italia, el último tramo sustancial de producción debe completarse localmente. Hermès, por ejemplo, no solo diseña y produce sus bolsos en Francia, sino que además cumple con el sello “Origine France Garantie”, reforzando su apuesta por la trazabilidad total.
Pero la percepción pesa más que los matices legales. Para la generación Z —marcada por la desconfianza institucional y el deseo de transparencia— estos vídeos no son simples engaños: son catalizadores de una verdad emocional. Así surge la llamada dupe culture o cultura de la réplica, donde el objeto pierde valor simbólico y gana en accesibilidad. La idea de pagar 3.000 euros por un bolso se vuelve obscena cuando una copia, visualmente idéntica, se vende por cien. Y mientras los expertos debaten si esta oleada es una estrategia estatal de propaganda o el grito desesperado de fábricas sin clientes, el mensaje para las marcas legendarias es claro: basta una historia bien contada para que el consumidor pierda la fe.