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Menos moda y más bienestar: así cambian los hábitos del nuevo consumidor

Fashion week

Durante su décimo aniversario, Voices de 'Business of Fashion' expuso una paradoja inquietante: la industria aspira a convertirse en agente de bienestar justo cuando atraviesa su mayor crisis de sentido

Imran Amed fundador y 'CEO' de The Business of Fashion, durante la décima edición de Voices 

Kate Green

La pregunta que recorrió Voices este año no tenía nada de técnica y, sin embargo, era la más urgente: ¿podrá la moda hacernos sentir mejor? No vestir mejor, ni comprar mejor, ni consumir mejor. Sentir mejor. Se escuchó en ponencias y conversaciones a media voz, en paneles, en los pasillos y entre silencios incómodos. En su décimo aniversario, el encuentro parecía menos interesado en el futuro del negocio que en el estado emocional de quienes lo sostienen.

Voices nació como un espacio donde la industria pudiera pensar sin disfrazarse de industria. Por eso se celebra en Soho Farmhouse, una granja de lujo en Oxfordshire, lejos del ritmo urbano y de la teatralidad de las presentaciones con hora fija. Imran Amed, fundador de The Business of Fashion, lo explica así: “Hacemos estos encuentros fuera de la ciudad porque quiero que la gente apague su persona de negocios. Quiero que, apenas lleguen, sientan cómo los hombros se relajan.” Ese gesto —bajar los hombros— se convirtió en metáfora del ánimo general: un sector exhausto que, por primera vez en mucho tiempo, se pregunta si podrá enmendar sus errores. 

El formato ayuda: menos de doscientas personas y un programa que coloca en la misma sala a ejecutivos como Andrea Guerra (Prada), a creadoras como Clare Waight Keller, a pensadores culturales como Riz Ahmed o June Sarpong, a tecnólogos como Azeem Azhar e incluso a figuras espirituales como Kalu Rinpoche. Una comunidad pequeña, transversal y sorprendentemente íntima, más cercana a un retiro intelectual que a una conferencia tradicional, que permite decir en voz alta lo que en otras salas se oculta.

Porque fuera de esa burbuja rural, la realidad es abrupta: el sector llega tocado. El lujo encadena su primera caída en beneficios desde 2016 y el beneficio económico global del sector se desplomó en 2024, con una recuperación mínima prevista para 2025. Es un dato incómodo para una industria que lleva años confundiendo crecimiento con destino. No es solo una sensación anímica: la moda atraviesa un agotamiento estructural que ni las estrategias de reset creativo consiguen maquillar completamente.

La inquietud de fondo se confirmó en la presentación del State of Fashion 2026, el informe que Business of Fashion realiza en colaboración con McKinsey: la principal preocupación de los ejecutivos no es la geopolítica, ni los aranceles, ni la inflación. Es el consumidor. Su falta de confianza, su apatía, su atención quebrada. Un consumidor más escéptico, más racional, menos impresionable. Uno que recorta precisamente en moda —la categoría que antes funcionaba por impulso— y mantiene, e incluso incrementa, en cambio, el gasto en un único territorio: el bienestar. El informe lo resume en dos cifras contundentes: el 84% de los estadounidenses y el 94% de los chinos consideran el bienestar una prioridad absoluta, y más de la mitad gastará lo mismo o más aunque su renta disponible caiga.

El 84% de los estadounidenses y el 94% de los chinos consideran el bienestar una prioridad absoluta

Aquí surge la contradicción que la moda prefiere evitar: ¿cómo convertirse en agente de bienestar un sector que ha prosperado durante años alimentando la ansiedad, la novedad permanente y la sensación de no ser nunca suficiente? Por eso se habló tanto de la llamada Era del Bienestar: porque, por primera vez, la presión no viene de la competencia, sino del umbral emocional del propio cliente. Pero la verdadera sorpresa fue que, detrás del bienestar, emergía algo más profundo —y más difícil de gestionar—: la espiritualidad.

Rachel Arthur y Javier Goyeneche conversan durante la sesión dos: The State of Fashion 2026

Kate Green/Getty Images

Ese giro quedó cristalizado en la ponencia de Li Edelkoort, que regresaba a Voices diez años después de su Anti-Fashion Manifesto con un diagnóstico tan poético como político. Habló de una moda que ya no se define por la apariencia, sino por la conciencia. De “prendas para la mente”, no solo para el cuerpo. De capas que funcionan como ritual. Incluso señaló un patrón llamativo: la proliferación de marcas cuyo nombre contiene una O —The Row, Erewhon, Cos— como si la forma circular resumiera este deseo de recogimiento, de retorno a lo esencial. Lo más provocador no era la predicción estética, sino el subtexto: la moda busca espiritualidad justo cuando su modelo económico la empuja a perder (más) los papeles.

El público asentía. Quizá porque esta tendencia responde a una tensión muy real: el consumidor no quiere más productos; quiere más paz. No quiere colecciones infinitas; quiere coherencia. No quiere discursos grandilocuentes; quiere marcas que sepan quiénes son. Y ahí está el núcleo del problema: después de años persiguiendo la viralidad como si fuera una estrategia, muchas marcas han olvidado su propia voz. Han optimizado el algoritmo, pero no su razón de ser.

Imran Amed, fundador y 'CEO' de The Business of Fashion, Gemma D'Auria, McKinsey, Regis Schultz y Libby Wadle conversan en el escenario en la sesión dos

Getty Images for Business of Fashion

Por eso, cuando en Voices se repetía la pregunta —¿puede la moda hacernos sentir mejor?— la respuesta flotaba en el ambiente con una claridad incómoda: no todas las marcas y no todavía. La industria puede hablar de inteligencia artificial, de eficiencia o de cadenas de producción flexibles, pero todo eso es accesorio si no resuelve lo esencial: cómo conectar emocionalmente con un público exhausto, que ya no quiere más estímulos ni más velocidad, sino menos ruido y más sentido.

En su décima edición, Voices dejó claro que el próximo territorio competitivo de la moda no será solo tecnológico ni creativo, sino espiritual. Y que la industria no podrá aspirar a hacernos sentir mejor si antes no se vuelve más humana, más honesta y más consciente. No basta con bajar los hombros, como propone Imran Amed; habrá que bajar el volumen a las acciones de marketing, las prisas del calendario y la obsesión por la novedad. Quizá ese sea el verdadero reto para 2026: permitir que la moda vuelva a respirar… y que el consumidor también pueda hacerlo.

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