Xeropotamou, que se traduciría como “río seco”, es uno de los veinte monasterios que gobiernan la península del monte Athos, y aprovecha un rellano encumbrado con amplias vistas sobre el golfo Singítico.
Es donde he pasado la noche, protegido por muros de grosor incuestionable, mientras el viento batía el universo con saña. Cuando voy a desayunar, observo sus efectos en el patio interior que envuelve el katholikon, la iglesia principal del monasterio. Aunque está protegido por sus cuatro costados por el resto de dependencias, un buen número de macetas han amanecido tumbadas.
El desayuno, que hasta incluye un huevo, bizcocho y naranja, resulta copioso, si lo comparo con la cena anterior, que consistió en una lágrima de potaje acompañada por un pepino encurtido. Y se podría decir que el comedor, hoy, es una fiesta. Estamos todos los peregrinos que hemos dormido aquí. Durante la cena de ayer, en cambio, solo éramos cuatro, los que no somos cristianos ortodoxos, mientras el resto cenaba con los monjes. Tampoco se nos permitió asistir al servicio religioso, no pudimos ni pisar la iglesia, donde se guarda el mayor pedazo de la vera cruz, además de otras reliquias, como parte de los regalos que los Reyes Magos llevaron al pesebre.
El 'diamonitirion' que expide la Oficina del Peregrino permite acceder al monte santo durante cuatro días
Y ahora debo cambiar de albergue. El diamonitirion que expide la Oficina del Peregrino permite acceder al monte santo durante cuatro días, pero dónde pasar la noche ya es cosa de cada cual, y no ha resultado fácil encontrar monasterios con cama libre.
Tomo los bártulos y busco el camino. La senda empinada desciende entre matas de retama. Antaño la usarían las caballerías, pero, en estos tiempos de automoción, la hierba y las flores han cubierto el empedrado.
Por fin abajo, sigo la costa hacia el sur y me detengo a tomar un café en Dafni, el puerto principal del monte Athos. Luego me tocará remontar de nuevo la ladera por una pista, sin perder el sur. Por suerte, un atajo me ahorra algunas curvas, mientras el viento me zarandea como a un matojo más.
El monasterio de Simonos Petra se encuetra encaramado a una roca
Encuentro unos árboles, encinas, carrascas, robles, algún plátano. Y de pronto, detrás de una curva, aparece el monasterio de Simonos Petra. Erigido sobre una roca, su construcción monolítica planta sólidos y verticales cimientos que sostienen en lo alto delicadas galerías de tablones. En alguna de sus facetas, cuento tres pisos de muralla y hasta siete con frágiles pasarelas que cuelgan sobre el acantilado y se asoman a las terrazas de los huertos de más abajo, a los estrechos bancales de olivos y a la dársena de allá al fondo, ya junto al mar.
Por dentro, la fortaleza dispone de pasadizos abovedados, un nudo de callejones que me dejan en la cima. Por la pasarela colgada, se accede a la iglesia. Su nártex parece pintado de hace poco. En el interior ahumado cuelgan lámparas doradas y huevos de avestruz. Por una puerta, consigo vislumbrar el resplandeciente comedor, digno de la más fastuosa producción de Hollywood.
Me sabe mal que no dispusieran de alojamiento. Un monje me indica cómo alcanzar mi destino. Debo descender por un camino empedrado cubierto por una parra hasta encontrar un desvío, y luego el mar, y entonces seguir hacia el sur.
Por fin, después de un último repecho, descubro allá, contra las olas como un mascarón de proa, el monasterio de Gregoriou.
En la hospedería tienen máquina de café. Puedo elegir entre distintas dosis de azúcar: “poco”, “algo”, “suficiente”, el monje señala cada botón, “y demasiado”. También me informa de los horarios. La misa vespertina empieza a las cinco, hasta las siete y media, cuando se accede al refectorio para cenar. El servicio matinal empieza a las cuatro de la madrugada y, cuando termina, tres horas más tarde, se procede al desayuno.
Durante el culto, los no ortodoxos tenemos vedada la nave principal de la iglesia. Debemos quedarnos en el nártex, y hasta corren una cortina para que no podamos ver qué sucede dentro. Mientras, los monjes entran y salen, todos con sus barbas y pelos largos, y el negro vuelo de sus hábitos y del velo con el que se cubren el birrete. Besan iconos, se persignan, se sientan en los escaños. Igual que los peregrinos, que además encienden velas. Y yo también prendo tres, por si acaso.
Al fin entramos en el refectorio. Primero los monjes -cuento hasta treinta y siete-, luego los laicos. Esperamos que se acomode el abad antes de sentarnos. Entonces empieza la lectura del día. Hoy tenemos un plato de pasta, otro de champiñones con queso, un huevo duro, pan y manzana. Cuando se termina la lectura, se termina la cena.
Al salir, un monje me pregunta mi procedencia. Sonríe y comenta que vino de visita y hasta aprendió unas pocas palabras: “Una cerveza, por favor”.
Mañana, para desayunar, habrá estofado de alubias, col en vinagre y un ajo tierno. Ah, y una galleta de chocolate.

