Hace unos días, una buena amiga tuvo un hijo. Me acerqué a una juguetería a elegir un peluche bello, uno del que se enamorara el niño. Pero salí de la tienda con el más feo de todos. Me dio pena que nadie lo eligiera porque sufría desperfectos de costura visibles. Siento mucha debilidad por los objetos que son despreciados por sufrir alguna tara. Muchísima. No soy nada animista, pero me irrita que, en un mundo en el que todo se marchita —empezando por nosotros mismos—, haya gente que busque la excelencia en todo y en todo momento.
En la Feria del Libro de Madrid, me irritó mucho ver a lectores escoger el libro más impecable. ¡Descartaban el ejemplar si la faja estaba algo dañada! ¡La faja! Era insoportable. Y una alegría cuando, de higos a brevas, un lector me decía: hazle algo al libro para que sea único. Y entonces cogía una hoja y la mordía, o le clavaba el bolígrafo como un puñal.
Pero no siempre fui así. No sé cuántas guitarras compré y revendí porque no eran perfectas. Si una sola cuerda cerdeaba en alguna nota, aunque fuera mínimo el trasteo, desechaba el instrumento. Hasta que compré a propósito una guitarra imperfecta y malherida, a la que le saqué el sonido a base de tiempo.
No en balde, el título de esta columna, antes de decantarnos por Cristales de bohemia, fue Kintsugi, la técnica japonesa de reparación de la cerámica que une los trozos rotos con resina mezclada con oro en polvo. Yo la suelo practicar mucho, pues no tiro una sola pieza de loza, pero, en lugar de resina y oro, uso Loctite. Y os prometo que relaja lo mismo, por una misma razón: detesto la excelencia y me apiado de las cosas rotas.
Siento mucha debilidad por los objetos que son despreciados por sufrir alguna tara. Muchísima
Por eso mis gafas lucen rotas. Me las pisó un amigo y no se pueden arreglar, pero sirven igual que antes. Por eso mis zapatos lucen feos, porque tienen muchos años, pero conocen mi pisada y sirven todavía. Y por eso algunas de mis camisetas tienen agujeritos realizados sin mi consentimiento por mi famélica lavadora; son apreciables a la vista, pero no al tacto. Y ahí seguirán hasta que sean más grandes que la propia camiseta o hasta que viva en una sociedad en la que haya más tiendas de reparaciones que grandes almacenes.