Enfureció al convertirse en millonario y regaló un imperio de 3.000 millones: ”Realmente me cabreó”

Patagonia

Yvon Chouinard, fundador de Patagonia, culminó una vida de contradicciones con una jugada maestra: ceder su compañía para que sus beneficios luchen contra la crisis climática. Su historia la cuenta ahora el libro 'Dirtbag millonaire', de David Gelles

Yvon Chouinard, fundador de Patagonia

Yvon Chouinard, fundador de Patagonia

Cuando la revista Forbes incluyó a Yvon Chouinard en su lista de multimillonarios, la reacción del fundador de Patagonia no fue de orgullo, sino de ira. “Realmente, realmente me cabreó”, confesó. Para el hombre que en su juventud vivió comiendo comida para gatos para poder escalar en Yosemite, acumular una fortuna era la antítesis de su filosofía, un fracaso personal. Esta contradicción existencial fue el catalizador de una de las decisiones más radicales de la historia empresarial moderna.

Tras dos años de deliberaciones secretas bajo el nombre de «Proyecto Chacabuco», Chouinard y su familia no vendieron la empresa ni la sacaron a bolsa. En su lugar, la regalaron. Transfirieron la totalidad de Patagonia, valorada en unos 3.000 millones de dólares, a una estructura diseñada con un único fin: usar sus beneficios, unos 100 millones anuales, para combatir la devastación ecológica. Como anunció la compañía en un comunicado que dio la vuelta al mundo, “La Tierra es ahora nuestro único accionista”.

Los orígenes de Chouinard

Para entender este gesto hay que viajar a los orígenes de Chouinard, a su identidad de dirtbag, término que describe a los escaladores de la contracultura de los años 60 que vivían con lo mínimo para maximizar su tiempo en la roca. Hijo de un manitas franco-canadiense, aprendió el valor de la calidad y la autosuficiencia. Se sentía un marginado social y encontró su lugar en la naturaleza, bajo una máxima que definiría su vida y su empresa: «Si tú pones las reglas, vas a ganar». Empezó a forjar sus propios pitones de escalada reutilizables porque los que existían eran de mala calidad. Los vendía desde el maletero de su coche. No pretendía ser un empresario; solo era un artesano resolviendo un problema. Este ethos de funcionalidad, durabilidad y simplicidad, nacido de la necesidad en un deporte donde un fallo del material significa la muerte, se convirtió en el ADN innegociable de todo lo que crearía después.

La empresa Patagonia nació casi por accidente, fruto de una conversación con su amigo y rival Doug Tompkins (fundador de The North Face) durante una expedición en 1968. Atrapados en una cueva de hielo, Tompkins le convenció de que el verdadero negocio no estaba en el material de escalada, que dura años, sino en la ropa. El éxito fue inmediato, pero el crecimiento trajo consigo una crisis que lo cambió todo. A principios de los 90, una recesión casi lleva a la quiebra a la compañía, obligando a Chouinard a despedir al 20% de la plantilla, muchos de ellos amigos. Aquel “Miércoles Negro” fue un trauma que le enseñó una lección vital sobre los peligros del crecimiento descontrolado. A partir de entonces, Patagonia adoptaría una nueva filosofía: «Hay dos tipos de crecimiento. Uno en el que te haces más fuerte y otro en el que engordas». La empresa se centraría en ser fuerte y saludable, no necesariamente más grande.

Hay dos tipos de crecimiento. Uno en el que te haces más fuerte y otro en el que engordas.

News Correspondent

Esa crisis consolidó el propósito de Patagonia más allá del beneficio. La empresa se convirtió en un experimento de capitalismo responsable, a menudo nadando a contracorriente. Cuando descubrieron que el algodón convencional era un desastre ecológico, Chouinard dio un ultimátum: en 18 meses, toda la línea sería de algodón 100% orgánico, una apuesta que casi les cuesta el negocio pero que acabó transformando la industria. Lanzaron la campaña «No compres esta chaqueta» en el Black Friday para denunciar el consumismo, auditaron su cadena de suministro con una transparencia brutal y, en un acto de activismo sin precedentes, demandaron al presidente de los Estados Unidos por reducir el tamaño de monumentos nacionales. Cada paso era una reafirmación de que el negocio podía y debía ser una fuerza para el bien, culminando en su nueva declaración de misión: “Estamos en el negocio para salvar nuestro planeta”.

La donación de la compañía es, por tanto, la conclusión lógica de una vida dedicada a resolver una paradoja. La estructura es tan ingeniosa como sus primeros pitones: un fideicomiso (el Patagonia Purpose Trust) controla el 2% de las acciones con derecho a voto para garantizar que los valores de la empresa nunca se perviertan, mientras que el 98% restante se dona a una organización sin ánimo de lucro (el Holdfast Collective) que recibirá y distribuirá todos los beneficios. De este modo, la familia Chouinard renuncia a su riqueza, evita una venta que destruiría la cultura de la empresa y crea un motor perpetuo de financiación para el activismo medioambiental. Como reflexionó su esposa, Malinda: “Imagina que toda la gente rica hiciera esto. Pero en lugar de eso, siguen comprando barcos”. Con su vida ya “en orden”, Yvon Chouinard, el millonario que nunca quiso serlo, ha realizado su última y más audaz escalada: un intento de demostrar que la verdadera riqueza no consiste en acumular, sino en ser coherente hasta el final.

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