Refugiado en el hotel Taj Mahal

Postal de la Bombay

Empieza la película recorriendo las calles, de noche. Gente, trenes, tenderetes, más gente, tráfico colapsado, todavía más gente y trenes abarrotados, luces precarias, construcciones efímeras y altos rascacielos, y humedad. Las imágenes de La luz que imaginamos me transportan a mi llegada en Bombay. De la butaca en el cine, salto a un taxi que ha dejado atrás el aeropuerto y se dirige al sur. La ruta, sobre el mapa, está más que clara. Pero la realidad es tozuda. 

Tomamos algún retazo de autovía, antes de introducirnos por callejones encajados entre altos edificios con rejas en las ventanas. Debemos de estar bordeando Dharavi, el segundo mayor barrio de barracas del mundo. Intentamos atajar por un mercado. Para orientarme, tomo como referencia un rascacielos, y lo veo ahora enfrente, luego a la derecha, luego a la izquierda, luego lo pierdo. Y lo único que tenemos que hacer es ir hacia el sur, y más al sur, porque Bombay ocupa una península y el hotel elegido se encuentra allá abajo. Siento cada nueva maniobra, cada desvío, como si me fueran estrujando el cuello. Y, cuando alcanzamos el objetivo, me queda el temor de si podré salir de aquí.

Sin embargo, el primer reconocimiento me alivia un poco, aunque podría haberme asustado todavía más, por ese cielo negro que puede abrirse sobre nuestras cabezas en cualquier momento, o los centenares de miles de viajeros que entran y salen de la estación terminal Chhatrapati Shivaji Maharaj, que descubro a dos pasos de casa. Antaño dedicada a la reina Victoria, ahora lleva el nombre del guerrero que fundó el reino Maratha. A primera vista, su fachada neogótica de ladrillo y piedra recuerda la del hospital de Sant Pau. Aunque, con el constante ir y venir de gentes y convoyes por sus trece vías, el ajetreo no tiene nada que ver.

Ajetreo que se toma un respiro a la mañana siguiente, porque es domingo. Y llueve, sobre todo diluvia. Como si el agua quisiera recuperar lo que fue suyo, porque esto eran siete islas, hasta que, a fines del siglo XVIII, la Compañía de las Islas Orientales decidió unirlas con terraplenes. Y basta la llegada de los monzones para que se inunden los terrenos más bajos, como los que ocupaban los manglares hasta que allí se instalaron curtidores y alfareros. Es el caso de Dharavi. Yo, con unos monzones que ya van de salida, puedo pasar la mañana en el museo que lleva el nombre, también, del fundador del reino Maratha, un edificio de inspiración mogol con una colección que permite viajar de los artefactos de la primera civilización del río Indo a las esculturas que los griegos difundieron desde el valle de Gandhara, las miniaturas mogoles y las deidades himalayas.

Una calle de Dharavi en Bombay

Una calle de Dharavi, un gran barrio marginal de Bombay

Getty Images

Cuando nos deja el aguacero, hasta puedo acercarme a la Puerta de la India, arco triunfal para conmemorar la visita del rey Jorge, el primer monarca británico en visitar el subcontinente. La Puerta fue también lo último que vieron sus tropas, en 1948, cuando zarparon para no volver. Y allí nos hacemos fotos, me incluyen en diversos grupos, con o sin paraguas, hasta que, empapado como un pingüino, corro a refugiarme en el emblemático hotel Taj Mahal, donde les da igual mi apariencia y lo único que me piden es que no lleve nada sospechoso en los bolsillos.

A la mañana siguiente, parece que el tiempo da un respiro. Han regresado a las calles los escribientes, vestidos de oscuro y cargando cartapacios, también los universitarios, y los vendedores de lo que sea, además de los operarios que montan escenografías para el siguiente festival, con elefantes y ratones inmensos. Entonces descubro los maidans, descampados que en otras épocas del año se llenarán de partidos de criquet pero hoy mejor podrían acoger pruebas de natación en sus charcos. Y me acerco al paseo que, dibujando una amplia luna, sigue el borde de la bahía de poniente. Frente al mar se ha dispuesto un banco corrido donde los enamorados pueden venir a buscar el amor y yo, un soplo de aire fresco.

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