Jean Louis Burckhardt, el aventurero suizo que arriesgó su vida para contemplar Petra

Postal desde Jordania

El jeque Ibrahim ibn Abdallah escuchó de unos lugareños de Shubak, en el sur de Jordania, que cerca de la montaña donde murió Aarón, el hermano de Moisés, se escondía una ciudad. Ibrahim ibn Abdallah se dirigía a Egipto, donde le esperaba la muerte. No le iba mal, pues, dar algún rodeo. Además, tenía la misión secreta de estudiar el país, porque en realidad se trataba de Jean Louis Burckhardt, un joven aventurero suizo que viajaba bajo patrocinio inglés.

Con su disfraz de buen musulmán, se inventó la promesa de sacrificar una cabra frente al mausoleo de Aarón. Y, con tal excusa, se desvió de la ruta principal.

Los beduinos lo pararon en las inmediaciones de Ain Musa (‘el manantial de Moisés’) y le señalaron un punto blanco en la lejanía: el mausoleo al que se dirigía. Si ya lo tenía a la vista, ¿por qué no realizaba el sacrificio allí mismo? Burckhardt se mantuvo en sus trece. Una promesa es una promesa, alegó, aguijoneó a su guía y, arrastrando la cabra, se internó por un lecho seco que penetraba en el monte.

El Siq es un desfiladero cuyo corte vertical se afila hasta que basta con extender los brazos para tocar ambas paredes

La roca, a derecha e izquierda, se fue levantando. Y tuvo que fijarse en las piedras talladas, algunos caños para el agua, depósitos, una fachada labrada en la roca y coronada con obeliscos. ¿Era un sueño? ¿Lo habrían labrado los djins, esos genios de las mil y una noches?

El paso se convirtió en un cañón estrecho. Es el Siq, que parte las montañas de Sharah. El desfiladero serpentea durante más de un kilómetro, el corte vertical se afila hasta el punto que basta con extender los brazos para tocar ambas paredes. Traza un codo, y otro, y tras el último aparece, al fondo, como jugando al escondite, una ilusión de líneas limpias sacada de la pared rojiza. Es la más bella, la más pura y bien conservada de las esculturas de aquella ciudad perdida: el Khasneh, el Tesoro. Debe su nombre a las riquezas que decían guardaba la urna que corona sus trazos griegos. En realidad, la urna no es más que piedra esculpida y los agujeros de bala que tiene impresos se deberían a los que se creyeron la leyenda.

A partir del Tesoro, el Siq vuelve a cerrarse. Pero las fachadas excavadas en las paredes de arenisca se cuentan ya por docenas. Algunas son sencillas hendiduras, otras aparecen ricamente trabajadas. Se pasa junto al enorme teatro, con capacidad para más de ocho mil espectadores. Y, al bordearlo, se descubre el risco donde reyes y principales labraron las fachadas más fastuosas. En la cavidad que velan, debían de reposar su sueño eterno. Y se abre un ancho ruedo encerrado en el macizo de roca. Es donde creció la ciudad de aquellos nabateos que controlaron las rutas de las caravanas, primero asaltándolas y luego protegiéndolas. Petra sumó hasta treinta mil habitantes. Antes de perderse entre la bruma de los siglos.

El complejo de Petra es el principal atractivo de Jordania

Petra llegó a tener 30.000 habitantes

Getty Images/iStockphoto

Burckhardt, a escondidas, tomó apuntes y trazó rápidos bocetos. Su guía, que sospechaba cada vez más y temía alguna sorpresa de los beduinos, lo apremiaba. Sin pausa se encaramaron por la ladera sur. La recorren numerosas escaleras. Mientras se gana altura, uno se da cuenta de la maestría de los nabateos en el arte de tallar escalones. Los tramos se orientan en direcciones distintas para aprovechar la pendiente; donde la superficie resulta insuficiente, excavaron un pasadizo; pequeños descansillos permiten observar el desnivel superado.

Tras media hora de subir, se llega a un pequeño collado vigilado por dos toscos obeliscos y se alcanza al punto más alto sobre el risco: el altar del Sacrificio. Bajo los pies, la olla de Petra parece de juguete y sus habitantes, granos de arena. El cielo se abre. Se expande un horizonte batido por la luz cegadora del desierto. Se siente cerca el aliento de los dioses. El lugar idóneo donde sacrificar un animal, quién sabe si algo más. Ante tan abrumadora escenografía es fácil imaginar la tragedia.

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El mausoleo de Aarón queda lejos, todavía. Burckhardt caminó, bajo un sol de justicia, hasta que concluyó que ya había visto suficiente. Entonces se detuvo y degolló la cabra. Era tan escuálida que su guía imploró al profeta que valorase las buenas intenciones, más que el magro animal.

De regreso, cada recodo depara una sorpresa. Y por fin se desanda la falla del Siq, oscura como una amenaza. Si ese corte se volviera a cerrar, hasta quien lo ha recorrido dudaría de lo que he visto. Un engaño, un espejismo del desierto, podría pensar.

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