La más norteña de Baleares no es grande, aunque tampoco diminuta, así que invita a recorrerla para empaparse de sus distintas virtudes, sabores, vientos y vistas. Sin embargo, el kilometraje engaña. El trayecto entre un lugar y su vecino siempre es corto en distancia, pero no en tiempo.
Sus carreteras estrechas rechazan la velocidad. Y tras cada curva aguardan motivos para apagar el motor. Puede ser un faro de postal, calas de ensueño, tramos entre muros del célebre Camí de Cavalls o rincones que evocan a piratas y conquistas. Por no hablar de los enigmas ocultos en los restos de la cultura taloyótica que salpican la geografía isleña.
La playa de Punta Prima aún aparece como 'Sandy Beach', nombre con el que se bautizó durante el dominio británico
Los yacimientos arqueológicos del poblado talayótico de Sa Torreta o la torre d’en Galmés pueden tener más 3.000 años de historia. Así que ahí se siente lo lento que gira el minutero en Menorca. Todo discurre a otro ritmo más calmado y sensorial. De manera que no hay que ser ambiciosos y querer abarcar demasiado.
Es mejor paladear alguna que otra delicatessen del paisaje menorquín que coleccionar lugares. Mejor picotear que hartarse. Al fin y al cabo, siempre se puede regresar porque pocos paraísos del slow travel son tan cercanos como Menorca, a una escasa hora de vuelo desde Barcelona.

Torre d’en Galmés es el yacimiento de la cultura talayótica más grande de la isla
Precisamente, no lejos del aeropuerto de Maó se halla Punta Prima, en el extremo más al sur de la isla. Tal vez no sea el lugar más famoso, pero es perfecto para sentir la cosmopolita historia de la isla. Para empezar, porque Punta Prima pertenece al pueblo de Sant Lluís, fundado por los franceses en el siglo XVIII, durante la ocupación de la Menorca
Sin embargo, el nombre de la playa de Punta Prima aún aparece llamado “Sandy Beach”, ya que así se bautizó durante el dominio británico. Y desde esa playa se puede ir caminando hasta la torre de Alcalfar levantada en 1782, tras la inmediata conquista española del territorio
No obstante, más allá de los vaivenes de la historia, la visita a Punta Prima es contemplativa. De regreso tras el paseo por el Camí de Cavalls hasta la torre de Alcalfar, es imposible reprimir las ganas de sentarse en la playa para hacer un primer pícnic a base de queso de Maó y la imprescindible sobrasada local -distinta a la de Mallorca-.
Catando los productos de la tierra, hay que empaparse de mar y brisa, mientras se ve a lo lejos la isla del Aire y su espigado faro. Tras eso, ya se está preparado para proseguir viaje.

Cualquier tramo del litoral menorquín tiene una fotogenia especial
Del extremo sur al punto más septentrional. Y, casualmente, a otro faro. Ahora, el de Cavalleria. Si en Punta Prima se siente la hospitalidad menorquina, el paraje que acoge el faro de Cavalleria se muestra más agreste. Aquí el Mediterráneo tiene un carácter salvaje, bien distintos a las icónicas calas isleñas.
Los altos acantilados lo dejan bien claro. El paisaje terrestre está dominado por el viento y el ocre de la roca. Es tan inhóspito como cautivador. Eso atrae a muchos turistas. Y algunos de ellos han creado una absurda costumbre. Hacen montones de piedras pensando que es un rito ancestral que hará realidad su deseo de regresar a Menorca. No es cierto. Lo único que se consigue es modificar de forma artificial el entorno.
Curiosamente el fiero mar que rodea el faro de Cavalleria, en apenas unas millas, se transforma en una piscina natural. Los acantilados se convierten en la protectora bahía de Fornells, pueblo pescador por excelencia. Un lugar ideal para degustar lo mejor de la gastronomía marinera a base de salmonetes, cabrachos, rayas y suculentas langostas.
Por toda la isla se pueden alternar frugales pínics con exquisitos banquetes de pescados frescos, arroces y calderetas. Festines que piden sentarse a la mesa sin prisa y alargar la sobremesa.

El pescado fresco está presente en el menú de todos los restaurantes de Menorca
Esa cadencia calmada se respira no sólo en las localidades pequeñas, también en la urbe más poblada: Ciutadella. Con más población y con una monumentalidad que más que impresionar acoge a los recién llegados. Es digna de visita su plaza del Born con el salón gótico en el interior del Ayuntamiento. Al igual que es una sorpresa la robusta catedral de Santa Maria, casi engullida por las calles medievales.
Ciutadella es para caminar. Hay que pasear hasta el mercado de Pescado, a la plaza de Alfonso III a tomar el vermut y después protegerse del sol por los soportales de Ses Voltes. Y, por último, hay que bajar a nivel del mar y darse un garbeo por el puerto. ¡Si es parando en algún restaurante, mucho mejor!

El puerto de Ciutadella y arriba el edificio del Ayuntamiento
Ahora bien, ningún viaje a Menorca está completo sin embobarse mirando el azul turquesa de su costa. Hay enclaves tan famosos como imposibles de disfrutar en las fechas álgidas del verano. Pero también hay otros trocitos de litoral de menos renombre que proporcionan ese refrescante baño emocional que supone contemplar en silencio el panorama.
Muchos son parajes inesperados, solo accesibles a pie. Uno se adentra por la senda costera y de pronto se topa con la roca apropiada. Sin dudarlo, hay que aposentarse y dejar pasar el tiempo mirando al horizonte, apreciando cómo rompe el tenue oleaje o siguiendo los pasos de algún cangrejo que buscar refugio. Esto es experimentar el ansiado slow travel.
Muchos son parajes inesperados, solo accesibles a pie
No haciendo nada, se halla la plenitud. ¿Cuánto puede durar esa sensación? Cuánto más mejor. Aunque el embrujo del mar va más allá. No basta con contemplarlo. Hay que zambullirse en él.
Bañarse en Cala en Porter puede ser uno de los mejores recuerdos del viaje. Aunque para gozar con tranquilidad de esta maravilla natural hay que visitarla a finales de primavera o comienzos del otoño. Esta playa o las conocidas cala Macarella o Turqueta son las que todos quieren visitar en verano, pero sus pequeñas dimensiones convierten en misión imposible disfrutar a gusto de estas joyas.

Cala en Porter una de las más amplias y famosas de la isla
En cambio, esa sensación de saturación disminuye en la playa de So Bou. Es verdad que unas desacertadas torres de apartamentos construidas hace años afean las vistas. Pero basta con mirar al mar, bañarse en él y pasear por los casi 3 kilómetros de extensión del arenal.
Es otro de los lugares que bien pueden representar lo mejor del lento turistear menorquín. Una playa para que corra el reloj hasta que se ponga el sol en uno de los mejores ocasos de la isla.

La antigua finca agrícola de Torralbenc reconvertida en hotel boutique
Dónde alojarse
Torralbenc, un hotel boutique
El espíritu menorquín no solo impregna el paisaje y las calles de las poblaciones. También llega a sus mejores hoteles. Ese es el caso de Finca Torralbenc ubicada en el municipio de Alaior y a solo 3 kilómetros de Cala en Porter.
Este hotel boutique es como una isla dentro de la isla. Un refugio para dejarse seducir por la vida contemplativa. Alternando paseos por el campo y baños en su piscina con terapias saludables y comidas a la sombra de una pérgola degustando la cocina de proximidad de su restaurante.
Parece mentira que este alojamiento concebido para el deleite, durante décadas fuera un espacio de trabajo. Torralbenc siempre fue finca agrícola y ganadera, pero cambió su rumbo recién entrado el siglo XXI. Entonces comenzó una remodelación que convirtió la casa familiar, los edificios de faena y hasta los establos en salones y habitaciones de primera categoría.
El espíritu menorquín no solo impregna el paisaje y las calles de las poblaciones. También llega a sus mejores hoteles. Ese es el caso de Finca Torralbenc ubicada en el municipio de Alaior y a solo 3 kilómetros de Cala en Porter.