
Una agotadora ascensión al Kilimanjaro
Postal desde Tanzania
De oca en oca y tiro porque me toca. Si por la noche cenaba pizza en Nairobi, por la mañana cruzaba la frontera con Tanzania, a media tarde me fotografiaba en la sabana frente a un bosque que remontaba la pendiente, una nube a media cuesta y nieves coronando la cima del monte, allá arriba, y la noche me pillaba en un albergue en las puertas del parque nacional de Kilimanjaro, donde una pareja de australianos, un escocés y dos jóvenes inglesas me animaban a sumarme a su expedición. Casi sin darme cuenta, a la mañana siguiente, empezaba a remontar la cuesta hacia la cumbre.
Teníamos un guía que me aconsejó: “Pole pole”, dijo, poco a poco. Y desapareció. Tampoco lo necesitábamos. La ruta, inscrita en la tierra roja, dejaba abajo las plantaciones de café y bananos. Entramos en un bosque de altas copas con lianas y líquenes, con arbustos y musgos debajo. Los muros de la selva se cerraron y nos engulló una oscuridad húmeda, sólida, que algo escondía. ¿Un búfalo, un leopardo? Estalló un coro de chillidos y una banda de monos azules se escabulló entre la espesura.
Y llegamos al refugio de Kibo, el último, a 4.700 metros de altitud. Dolor de cabeza, un aire que nunca saciaba los pulmones
A primera hora de la tarde llegamos al refugio de Mandara. Habíamos ascendido casi mil metros, pero seguíamos en medio del bosque. Y por la mañana seguimos por el camino trillado, cada cual a su ritmo. Del guía, ni rastro. “No es tan fácil como lo pintan”, comentó un muchachote que descendía de la cima. Los porteadores, que cargaban mochilas, leña, cajas y bidones, saludaban: “Jambo!” Y preguntaban cómo iba: “Habari?”. “Mzuri sana”, que muy bien.
Superamos el límite del bosque y entramos en otra dimensión, de hierba alta y enormes senecios y lobelias velados por la niebla. Y, por fin, las cabañas de Horombo. Habíamos alcanzado ya los 3.700 metros de altitud. La noche sirvió todas las estrellas, un aire afilado y un frío que mordía con saña.

La siguiente etapa había que pasarla con disimulo, sin forzar. Aconsejaban beber mucho, comer ligero y pole pole. Superamos las nubes y desapareció la vegetación, quedando solo un desierto mineral. Avanzábamos cabizbajos, como soldados derrotados. Y llenamos las cantimploras en el Last Water Point.
Y llegamos al refugio de Kibo, el último, a 4.700 metros de altitud. Dolor de cabeza, un aire que nunca saciaba los pulmones. Me eché en la cama. Las horas pasaron despacio, en un duermevela cargado de pesadillas. Hasta que, a medianoche, me sacudieron. Me vestí con todo lo que tenía de abrigo, y me faltaba mucho más. Me colgué la linterna frontal en la frente y la encendí. Y, por una vez, el guía se puso delante.
Atacamos la ladera, un pedregal de fina grava volcánica. A cada pisada, la montaña se descomponía. Intenté beber, pero el agua se había helado. La linterna se quedó sin pilas. Y, total, ¿para qué?
Al cabo de no sé cuántas horas, alcanzamos una franja de grandes bloques descompuestos. En cada rellano se escondían, rendidos, desertores de otras expediciones. Y sí, alcanzamos el Guillman’s Point, a 5.680 metros. Habíamos coronado la cresta del cráter. Y amaneció sobre las nubes de África. El rostro de mi compañero escocés había adquirido un peculiar tono verdoso. El guía, apoyado en una piedra, resollaba como un camello.
Para alcanzar la cima, el pico Uhuru, había que recorrer un largo trecho siguiendo la boca del cráter, pisando nieve y hielo. Anduve como un astronauta. Y hasta me tomaron una foto, a 5.891 metros de altitud, en el techo de África. Aparezco de rodillas, porque no podía levantarme. Los ojos, apenas una rendija. Había olvidado que llevaba las gafas de sol en el bolsillo.

