Si pensamos en el significado de la palabra emprendedor, hay dos grandes aproximaciones al asunto, y las dos son irreconciliables entre sí. La mayoría de gente con una cierta sensibilidad humanista asociará el término con un capitalismo depredador. Bajo esta perspectiva, todo proyecto de empresa busca convertirse en un feroz tirano, y disfraza de buenas intenciones lo que no es más que codicia y perversión (Elon Musk, Peter Thiel y toda la corte de malos-malísimos de Silicon Valley), que es algo que puede ser cierto, en parte. En cambio, si le preguntas a gente de negocios, o a ingenieros, su respuesta será muy diferente. Bajo su prisma, el cometido del emprendedor es, básicamente, arreglar problemas de la gente y hacerle la vida más fácil, lo cual también puede ser bastante cierto, en parte. Markus Gabriel, estrella mediática de la filosofía alemana actual, acaba de publicar en España un libro atrevido para los tiempos que corren, o por los menos inesperado y marginal para los círculos filosóficos mainstream. En Hacer el bien (Pasado&Presente), Gabriel defiende una idea que ha fracasado las mismas veces que cualquier otra utopía: que el capitalismo puede contribuir a una sociedad mejor, precisamente si se concentra en arreglar los problemas de la gente. Los más talludos del lugar encontrarán aquí ecos de la Tercera Vía de Blair, pero también de otras figuras del ensayo contemporáneo que han defendido la importancia del emprendimiento en la sociedad civil, como Mariana Mazzucato. “Este libro —escribe Gabriel— presenta una idea novedosa: el capitalismo ético. Arguye que el beneficio económico puede, y debe, resultar de hacer aquello que es moralmente bueno”. En otro pasaje, Gabriel añade: “El liberalismo ecosocial está concebido para corregir algunas de las deficiencias de las formas anteriores de liberalismo político. En particular, rechaza la idea tecnocrática y expertocrática de que nuestras sociedades pueden avanzar basándose únicamente en modelos económicos y progreso tecnocientífico”. Antes de que Musk se convirtiera —casi en palabras de sus propios adláteres— en azote de la cultura woke, Tesla significó una clara apuesta por la movilidad del futuro, sostenible con los retos medioambientales. Antes de que las redes sociales se convirtieran en un agujero de desinformación, sus primeros tecnoutopistas las defendieron como herramientas para empoderar a la sociedad civil y democratizar la publicidad. Antes de que la neobanca latinoamericana se convirtiera en un tentáculo más de la banca tradicional a través de sus inversiones, sus impulsores la defendieron como una herramienta de acceso a crédito para una enorme masa de población que no estaba bancarizada. Todos estos discursos —quizá los más sonados— resuenan con la idea de Gabriel de “hacer el bien”, y para los casos que nos ocupan, existe la posibilidad de que más de una verdad pueda ser cierta a la vez. Cuando recientemente le dieron el premio Princesa de Asturias, Byung-Chul Han enunció una de sus inacabables disertaciones catastrofistas: “El mundo se asemeja a un gigantesco almacén donde todo se vuelve consumible. El infinite scroll promete información ilimitada. Las redes sociales facilitan una comunicación sin límites. Gracias a la digitalización, estamos interconectados, pero nos hemos quedado sin relaciones ni vínculos genuinos […] al mismo tiempo, sentimos difusamente que, en realidad, no somos libres, sino que, más bien, nos arrastramos de una adicción a otra, de una dependencia a otra. Nos invade una sensación de vacío. El legado del liberalismo ha sido el vacío”. Efectivamente, Gabriel encarna todo lo contrario del coreano afincado en Alemania, que es uno de los filósofos más leídos hoy, y al cual, de manera paradójica, le va mejor cuanto peor le va a al mundo. Lo que es un hecho es que figuras como la de Gabriel están destinadas a protagonizar personajes secundarios en la historia de la filosofía. En el reinado de Sartre y Camus, Raymond Aron era el marginal, y en el mundo de hoy, tiene mucho más crédito simbólico el pesimismo de Han que el reformismo de Gabriel. Sin embargo, su pensamiento también encarna un giro de época: de la misma forma que emprendedores europeos como Anton Osika, fundador de Lovable, o Arthur Mensch, de Mistral, constatan que hay tecnología más allá de Silicon Valley, Gabriel refuerza la idea de que el futuro puede construirse desde otros lugares que no sean el pesimismo.