Donna Haraway, la filósofa que en 1985 se anticipó a Neuralink asegurando que todos nos convertiríamos en cíborgs: “Seremos quimeras, híbridos de máquina y organismo”

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Donna Haraway anticipó debates que hoy dividen al feminismo, cuestionó la naturalidad del género y reescribió nuestra relación con la tecnología. Su Manifiesto Cíborg, publicado en 1985, no solo cambió la teoría feminista: también imaginó un futuro en el que las máquinas y los cuerpos se funden conjuntamente

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Donna Haraway, filósofa.

Donna Haraway, filósofa.

Diseño: Selu Manzano

En la década en que Blade Runner y sus replicantes cambiaron para siempre la forma de imaginar el futuro, una bióloga con vocación literaria sacudió los cimientos de la filosofía feminista. Su nombre: Donna Haraway. Su detonador: el Manifiesto Cíborg. Cuarenta años después, aquel texto sigue siendo explosivo. Haraway, formada en zoología, teología, psicoanálisis, marxismo y feminismo, lanzó una idea que sonaba a herejía: disolver el género y abrir la puerta a formas de vida que no quedaran atrapadas en lo que supuestamente significa ser hombre o mujer.

Criada en un duro catolicismo irlandés, Haraway encontró en los organismos cibernéticos un arma contra un orden patriarcal que expulsa a las mujeres del poder. Lo resumió así: “En el centro de mi irónica fe, mi blasfemia es la imagen del cíborg”. Para ella, estos seres —“híbridos de máquina y organismo, criaturas de realidad social y también de ficción”— no solo desarman la contradicción hombre/mujer, sino que exponen que la supuesta “realidad” es, en el fondo, “un mundo cambiante de ficción”.

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Haraway ya avisaba en 1985 que la tecnología no es una herramienta al margen de lo natural, sino un elemento que ya se ha infiltrado en todos los rincones de la vida. “Las fronteras entre ciencia ficción y realidad social son una ilusión óptica”, escribió. Las criaturas “animal y máquina” de las películas futuristas no eran para ella mera fantasía, sino una metáfora de nuestra medicina, de nuestros cuerpos en los que se integran prótesis visibles e invisibles. “Todos somos quimeras”, proclamó. Y no es una metáfora.

Su lectura histórica es igual de afilada: “la relación entre máquina y organismo ha sido de guerra fronteriza”. Pero Haraway propone un giro a esta lucha, una reconciliación a modo de “canto al placer en la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción”, un horizonte capaz de imaginar “un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin”.

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Donna Haraway, filósofa, en 2006.

Xavier Cervera

Uno de sus gestos más radicales fue desmontar la idea de “mujer” como categoría natural o biológica dependiente del sexo con el que nacemos, un argumentario que ha nutrido desde entonces a la teoría queer. “No existe nada en el hecho de ser 'mujer' que una de manera natural a las mujeres”, advirtió, anticipando debates que hoy fracturan al feminismo. La fragmentación interna, decía, ha vuelto esa palabra “esquiva” y, a veces, útil para oprimir a otras mujeres.

Frente a esa rigidez, Haraway propuso una figura insumisa: el cíborg, “una criatura en un mundo post genérico”, una “promesa ilegítima” capaz de dinamitar cualquier esencia sexual. “El cíborg se sitúa decididamente del lado de la parcialidad, de la ironía, de la intimidad y de la perversidad”: no quiere purezas ni identidades cerradas.

El cíborg se sitúa decididamente del lado de la parcialidad, de la ironía, de la intimidad y de la perversidad

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La revolución tecnológica que llevamos viviendo desde el siglo pasado refuerza este giro. “La maquinaria moderna es un advenedizo dios irreverente”, escribió, y ahora “las máquinas están en todas partes, pero son invisibles”. El chip de silicio, “una superficie para escribir”, revela que “lo pequeño es más peligroso que maravilloso”. Los cíborgs habitan ese mundo líquido, adaptable, debido a que su cuerpo es en parte tecnológico; la gente corriente, en cambio, “dista mucho de ser tan fluida”.

Por eso, su mito reivindica “fronteras transgredidas, fusiones poderosas y posibilidades peligrosas”. Pero también advierte de sus peligros si se mantiene el sistema político y económico actual: “desde una perspectiva, un mundo de cíborgs es la última imposición de un sistema de control”; desde la otra, un universo donde “la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas”. La política, para Haraway, consiste en sostener ambas miradas y construir alianzas impensables entre “brujas, ingenieros, ancianos, perversos, cristianos, madres y leninistas”. Un espacio donde se fusionan mito, ciencia e ideología.

Humano = Robot.

Humano = Robot.

Diseño: Selu Manzano

Haraway no se engaña: por supuesto, hoy estamos más cerca de una “informática de la dominación” que de cualquier utopía que nos haga más libres. Silicon Valley es el ejemplo perfecto: se vende como un lugar para la libertad creativa, pero en realidad es un laboratorio desigual donde se favorece la “monogamia heterosexual en serie”, la soledad, la precariedad y los privilegios raciales. Allí el trabajo produce cuerpos “aptos para ser desmontados” y “explotados como fuerza de trabajo de reserva”.

La expansión del teletrabajo no mejora el panorama: la “economía del trabajo casero” —escribió— “intensifica las exigencias hacia las mujeres” en lugar de liberarlas, obligadas a combinar cuidados del hogar y empleo. En el Tercer Mundo, la situación es todavía más cruda, ya que allí “las mujeres adolescentes (…) son cada vez más la única fuente de ingresos”. Y mientras tanto, “las nuevas tecnologías de la comunicación son fundamentales para la erradicación de la 'vida pública'”, debilitando incluso el espacio democrático y dificultando la posibilidad de reunirse, de establecer sindicatos, par plantar cara.

Las nuevas tecnologías de la comunicación son fundamentales para la erradicación de la vida pública

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En ese tablero global, incluso cuerpos muy jóvenes —“las jóvenes coreanas empleadas en la industria del sexo y en las de la electrónica”— son formados para encajar en el sistema, “en el circuito integrado” que diría Haraway. Pero precisamente por ello, sostiene la filósofa que las narrativas cíborg deben “codificar de nuevo la comunicación y la inteligencia para subvertir el mando y el control”; es decir: debemos usar la tecnología desde dentro, contra el mismo poder que la diseñó.

Su mito termina con una declaración de guerra al lenguaje totalizador. “Lucha por el lenguaje y contra la comunicación perfecta”, escribe, porque “el sueño de un lenguaje común es totalizador e imperialista”. Lo que ella propone es celebrar “el ruido”, “la polución” y las mezclas bastardas, pues todos “somos cíborgs, híbridos, mosaicos, quimeras”. Si ya vivimos en simbiosis con las máquinas —desde las pantallas hasta las prótesis invisibles—, la pregunta que lanza es tan simple como radical: “¿Por qué nuestros cuerpos deberían terminarse en la piel?” ¿Por qué debemos negarnos a implantarnos tecnología en el cuerpo?

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En definitiva, Haraway intenta proponer una nueva mitología para el ser (trans)humano con un héroe a su altura: el cíborg. Un ser que no busca volver a un estado de inocencia natural, que “no nació en un jardín” y que no añora ningún origen perdido. Frente al mito del paraíso natural, apuesta por “un mundo monstruoso sin géneros”. Y lo resume en una frase que hoy suena casi anticristiana, un desafío a la divinidad: “Necesitamos regeneración, no resurrección (…) Prefiero ser un cíborg que una diosa”.

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