En un tren de cercanías, un niño muy pequeño, minúsculo, tira de la falda de su madre, que está sentada, absorta en su móvil. Pone a prueba sus piernecitas tiernas, que a duras penas lo mantienen encaramado, con la barbilla asomada a las rodillas de esa madre suya, ahora como inanimada. Mujer cálida presente pero ausente, volcada en el telefonito, inmersa en dimensiones inalcanzables, galaxias de lucecitas lejanas.
El niño se abraza a sus caderas, empuja sus muslos con todo el peso de su cuerpecito, no hay forma de movilizar ese bulto amado inane. Tira de la falda, ríe, salta con los ojos encendidos. Da un chillido como de hiena en celo que sobresalta a todo el vagón, menos a su madre, que no aparta la mirada del móvil. No es que no quiera a su hijo, es que no lo ve, no lo oye, no lo nota, la pobre. Está de viaje con su dispositivo íntimo. Su fusión con el móvil cuando, como ahora, se deja ir, es abismal. Redonda, brutal, comercial, sexual, mental, total. Hay una simbiosis profunda entre ella y el aparato, una mescolanza, un desleimiento, cómo decirlo, una licuefacción cósmica. El móvil y esa mujer confluyen y se confunden, hay largos ratos en los que ella es él. Y al revés.
El móvil y esa mujer confluyen y se confunden, hay largos ratos en los que ella es él, y al revés.
A la mañana siguiente, el niño es el primero en abrir los ojos, atento a la salida del sol. Desde que sabe andar, con un cierto dominio sobre las piernas recién estrenadas, trepar por los barrotes de un lado de la cuna y bajar por el otro es pan comido. Ya en tierra, hace unas carreritas silenciosas, tambaleante y flexible como el junco japonés. Va de acá para allá, somnoliento pero veloz. Y cuando se harta de la sensación de libertad o vuelo de pasillo, el hambre de amor lo empuja con pasitos presurosos hasta el dormitorio de mamá.
No hace tanto que le quitaron primero la teta y luego el chupete, con alguna clase de trato engañoso, y siente añoranza de succión. Nostalgia de chupeteo. Los labios del crío succionan el aire en busca de una porción de amor, cuando entra en el gran dormitorio e intuye a su madre, dormida y cálida. Pero al llegar a su cama topa con el móvil, que aguarda en la mesita de noche, se hace un lío (¿es un pie, su corazón?), y lo confunde con ella. Lo rodea con sus manitas, le da un beso, otro, lo acaricia, lo arrulla, se lo refrota por la cara, balbucea un secreto, el inicio de un problema, lo que ve, lo que no encuentra, lo que le asusta, le gasta una broma. Lo llena de babas. Ese crío medio dormido ha empezado a amar a un móvil sin fisuras.