Cada hora tiene su cifra. Y cada arruga una memoria, una ocasión, quizá un nombre o, simplemente el tiempo que va arando, por su cuenta, la vida. También nuestra vida. Uno se mira en el espejo, así: como de pronto, sin querer, y reconoce a su padre, o a su madre, ya de adultos tal y como los recordaba en los últimos años. El espejo es un contertuliano cruel. Desgraciadamente sincero. Una acusación permanente o simplemente un testigo insobornable. El espejo, el tiempo, la vida… las horas y los días; una nostalgia dolorosa o reconfortante. El notario implacable.
Valdría la pena, incluso como terapia, intentarlo, verán: uno entra en la sala de los espejos deformantes, convexos, cóncavos, pongamos por caso los del Tibidabo, y sale aligerado, optimista, viendo la vida de otro color después de haberse contemplado un rato. Barrigón, abollado, culibajo, alargado y huesudo. Cabezón y paticorto. “Menos mal que yo no soy así”. Un respiro temporalmente eufórico. Pero la realidad pocas veces se presenta envuelta en papel de regalo navideño. Después del propio hombre, el espejo es nuestro peor enemigo. La relación de la persona con el cristal azogado es secular, compleja, a veces ditirámbica y, como toda angustia humana, generadora de arte y literatura. Material sensible, barro para crear. Ya en sí mismo un espejo es un objeto poético. García Lorca escribió de Silverio Franconetti que, con su cante acerado, abría el azogue de los espejos. Ante él los niños ensayan muecas de adulto, los viejos cuentas arrugas asociándolas a premuras y recuerdos. A trabajo. A días de pérdida. Los políticos entrenan hipérboles y solemnes mentiras. Hay quien, en un ejercicio de sublimación y autoestima, se besa a sí mismo. Un onanismo conceptual. Realmente bello.

La sinceridad de este cristal, pintado de mercurio, se puede convertir en una causante de múltiples obsesiones personales en unos tiempos en que el culto al cuerpo, el fitness, la publicidad, el marketing, la multinacional de la cosmética y toda la liturgia del mercado dirigida a lograr la eterna juventud y varias gilipolleces más han convertido el espejo en un insaciable generador de neurosis. Claro, tras el cristal nos interpelan de golpe los años ganados, los años perdidos. ¿Miramos para vernos o para reconocernos o para convencernos?
Menos mal que en la dictadura digital que nos regenta, sin piedad alguna, se puede sustituir arrugas, afirmar rostros, sembrar juventudes… Pero cuidado con el espejo que acabará por romperse. Y esto trae, ya saben, siete años de mala suerte. Los supersticiosos… en fin, dejémoslo para otro día.