Repatriar a Borges

Una charla infinita con Borges es un sueño que nadie ha podido conseguir. El que se aproximó más a ello fue su amigo Osvaldo Ferrari, periodista y poeta 50 años más joven, quien en 1984 y 1985 mantuvo con él, en Radio Municipal, 118 breves conversaciones semanales, alrededor del cuarto de hora cada una, que Seix Barral ha editado con el título Los diálogos para gozo desbordante de tantos, entre los que me encuentro. Borges puso solo una condición: que los temas no fueran acordados previamente (“no conversamos nunca hacia un fin”). El argentino revindica a Sócrates, el filósofo que jamás escribió nada, lamenta –¡él!– que los libros no te responden y explica que por eso los griegos inventaron el diálogo, “la mejor cosa que registra la historia universal”, una conversación sin pautas a la que uno llega abierto a entender las razones del otro y sin la cual “la cultura occidental es inconcebible”.

“Yo tuve la noción, al entrar en contacto con Borges, de participar en una nueva dimensión”, ha declarado Ferrari. A esa tercera fase, a ese fascinante Aleph oral, de densidad filosófica y belleza plástica, nos traslada este volumen de casi 800 páginas.

Borges define a los argentinos como “europeos en el exilio”, y por ello incluso más europeos que los que nos quedamos en el Viejo Continente. Habla de sus lecturas, sus pasiones, sus ideas, su ética, y hasta de su madre (“le debo tanto a su indulgencia”), quien le leía en voz alta durante horas, tradujo a Saroyan, D.H. Lawrence... y, según confiesa el argentino, “inventó el final de uno de mis cuentos más conocidos, La intrusa”  y fue asimismo la autora real de la traducción de Las palmeras salvajes de Faulkner que firmó para la posteridad su hijo (“yo solo la revisé después, y casi no modifiqué nada”).

Ferrari, hacia quien Borges tiene palabras que evidencian su profunda amistad, no se hablaba con la viuda del autor, María Kodama (fallecida el año pasado), porque, a pesar de que Borges le cedió a él por escrito los derechos de esas charlas, ella pleiteó durante cinco años en los juzgados para arrebatárselos (finalmente, un juez le dio la razón a Ferrari). El periodista-poeta apunta un tema espinoso: pide –como en su día hizo la hermana del autor, la pintora Norah Borges– que los restos del escritor se repatríen a Buenos Aires. “De ninguna manera él hubiera querido morir en Ginebra, él quería estar en Recoleta” y recuerda que hubo intentos de repatriación, a los que Kodama se opuso. “En términos simbólicos sería una obligación de todos nosotros que él viniera y pudiera estar con sus antepasados en el lugar donde quería estar”. Queda dicho.

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