Los regímenes autoritarios caen cuando los gobiernos pierden el control sobre el ejército y la policía. Las imágenes de la histórica ruta de Beirut a Damasco mostraban puestos de control militar desiertos, uniformes de soldados esparcidos por los suelos en su huida, carteles del dictador Bashar el Asad descolgados de los postes de la carretera y pisoteados por transeúntes. Ninguna resistencia gubernamental. El brutal “régimen eterno” de los El Asad terminaba abruptamente, tras once días de avances de los rebeldes islamistas, que llegaron al palacio presidencial sin encontrar oposición.

Este movimiento geopolítico de dimensiones inciertas se producía en paralelo a la espectacular ceremonia de la restauración de Notre Dame en París con la presencia del presidente electo Donald Trump, del presidente Zelenski y de más de medio centenar de jefes de Estado y de Gobierno invitados por Macron, que parecía un anfitrión oficiando su propio funeral político.
Hay momentos en los que la historia da un giro y se rompen todas las previsiones. Vivimos en tiempos de hombres fuertes que parecen invulnerables, pero un soplo de viento inesperado los derriba dejando al descubierto un cementerio de atrocidades. Siria ha vivido en dictadura desde que los El Asad se hicieron con el poder hace medio siglo. Cientos de miles de muertos, una larga guerra civil, las prima veras árabes, más de seis millones de exiliados en Turquía y el resto de Europa.
El régimen cayó porque el ejército y la policía le abandonaron y porque Rusia e Irán no acudieron a salvarle. El exilio de la familia de El Asad a Rusia engrosa una larga lista de personajes que sirvieron a los intereses del Kremlin y que fueron protegidos por haber prestado un servicio a Moscú. Desde disidentes de países terceros, hasta espías de todos los tiempos y políticos aliados de alto nivel han pasado sus últimos días en zonas especiales para vivir en un anonimato cómodo. Algunos, como es el caso del espía Kim Philby, recibieron la orden de Lenin, la máxima condecoración cívica y militar en la era
soviética.
La caída de El Asad en Siria dibuja un nuevo e incierto escenario en el panorama político de Oriente
La caída de El Asad deja un vacío político en Damasco que será ocupado por las fuerzas que ayudaron al aglutinador de la rebelión, Abu Mohamed el Yulani, 42 años y exmiembro de Al Qaeda, a formar un gobierno que sale ya muy debilitado por las divisiones étnicas, territoriales y políticas.
La rapidez con la que ha caído el régimen ha puesto en alerta a personajes todopoderosos como Putin y al líder iraní. Los dos regímenes dependen de la fidelidad de sus ejércitos, de la policía y de los servicios de inteligencia. Rusia tiene una guerra abierta en Ucrania, con decenas de miles de soldados muertos y sin esperanza de una victoria clara. Irán tendrá que ganarse a los que se hagan con el poder en Damasco, si quiere seguir alimentando sus franquicias militares y políticas, Hamas y Hizbulah, en Gaza y Líbano, que están empeñadas en destruir a Israel.
Estas guerras regionales, pero de ámbito ideológico global, no las gana nadie. Aunque tampoco hay perdedores. El desgaste humano y político es irreparable. Putin podría perder la guerra, pero Rusia seguirá ahí, condicionando la política europea y mundial tal como ha venido haciendo desde que derrotó a Napoleón en 1812.
Lo mismo ocurre con Irán, que será la Persia de siempre, aunque cambie el régimen y llegue un sistema laico y occidentalizado. Netanyahu lo dijo hace unas semanas al referirse a la necesidad de que los pueblos judío y persa se entendieran. Israel, en todo caso, puede ganar esta guerra regional, destruir arsenales militares en territorio extranjero, matar a miles de gazatíes y de milicianos yihadistas, exhibir su superioridad militar y tecnológica. Pero no obtendrá la paz.
El futuro de la región, de Europa y del mundo dependen de otro hombre fuerte, Donald Trump, que pretende cambiar el papel de Estados Unidos en el mundo. Es un líder democrático con instintos autoritarios que consisten en hacer política al margen de las instituciones. Se comunica directamente con las masas, al margen de los necesarios filtros de los medios de comunicación. Una novedad facilitada por las tecnologías, pero peligrosa para las libertades de todos.