Hay pocos oficios en el mundo más importantes y trascendentes que la política. Sin embargo, la inmensa mayoría de la gente con talento no quiere ni oír hablar de dedicar su vida a ella.
Durante décadas la publicidad convocó a los más capaces, que acudían a nuestras empresas atraídos por salarios abultados, acceso a los mejores medios y la posibilidad de que su trabajo fuera visto por millones de personas. Banksy, el misterioso artista británico, se quejaba amargamente de que los más brillantes artistas de su generación trabajaban en agencias de publicidad.
Los incentivos son fundamentales para atraer a los mejores. No solo hablo de dinero, también del prestigio, el reconocimiento público, la participación en procesos de relevancia para la comunidad, el poder…
Vivimos un momento interesantísimo, de profunda transformación. Nos toca imaginar de nuevo un nuevo mundo. Es un esfuerzo de todos, pero lo es muy especialmente de la política. Es el peor momento para no disponer en ella del mejor talento.
Nos quejamos ruidosamente de la escasa talla de los políticos actuales (en parte porque idealizamos el pasado, esa costumbre). Pero no debería extrañarnos cuando el mensaje permanente sobre la profesión es desolador. Es humanamente imposible que todo lo que haga uno, o todo lo que haga el otro, sea siempre un desastre. Esa es la dinámica simplificadora en la que vivimos, que alegremente aceptamos y generosamente difundimos, ahora que las redes nos permiten ser cómplices de la construcción de opinión (o más bien de su destrucción).
El incentivo correcto estimula y enfoca. En política los hemos demolido todos con alegría, y lo único que conserva algún atractivo es el poder. Así que el objetivo es conseguirlo y defenderlo. Hago lo que sea para mantenerme en él. Hago lo que sea para arrebatárselo a quien lo ostenta. Y ese, lo sabemos, no es el foco adecuado.
Hubo un tiempo en que quien perdía las elecciones entendía que debía dejar gobernar a quien había ganado. Si perdemos eso, perdemos la misma democracia.
La dinámica polarizante lleva al insulto y a la degradación del otro. Y de lo que hace, de su oficio. Los medios son transmisores de esa simplificación. Destruir el prestigio de la política solo beneficia a quienes insisten en señalar que la política ya no sirve. Paradójicamente, la mejor campaña de publicidad de la ultraderecha la hacemos nosotros cada día, creyendo y expandiendo las consignas de la radicalización. Denigrar no es inocente.
Ese fango, metáfora especialmente adecuada, desincentiva a quien pueda tener la vocación, el talento y las ganas. Y en un círculo vicioso perfecto, quien medra es quien demuestra talento para acumular y arrojar más fango. Es el incentivo real.
Tan fundamental como criticar y advertir es explicar todo lo mucho y bueno que la política hace y ha hecho. Necesitamos atraer a los mejores para que nos gobiernen. No es solo nuestra responsabilidad, pero es también nuestra responsabilidad.

