Noche de Reyes

Dicen que la noche mágica del año es la de San Juan, la del solsticio de verano, en que parece que todo es posible, pero para mí, y seguro que para muchos de ustedes, queridas lectoras y lectores, es la de hoy, la noche de Reyes. La noche más añorada de la niñez, cuando los juguetes los traían solo los Magos de Oriente y no Papá Noel, por entonces un personaje inexistente para la mayoría, introducido por la cultura anglosajona, venida de EE.UU. y aupada por el invasor consumismo papanatas.

Los Reyes venían de lejos. En Palma desembarcaban de un llaüt, acondicionado a su categoría, en el muelle de pescadores. Mar adentro, habían dejado un barco enorme con toneladas de juguetes que los pajes irían a buscar para repartirlos. Al parecer, en una ocasión, llegaron en un avión privado, pero esa adecuación a los tiempos modernos no prosperó.

Cabalgata de los Reyes Magos 2020 en Sevilla MARÃ#{emoji}141;A JOSÃ#{emoji}137; LÃ#{emoji}147;PEZ / EUROPA PRESS 05/01/2020

  

EP

Todos los años íbamos a recibirlos. Alguna vez al paseo Marítim, pero casi siempre los esperábamos más cerca de casa. Tanto mis hermanos como yo estábamos nerviosos. Abríamos unos ojos de palmo y los fijábamos en los rostros de Sus Majestades para reclamar que nos miraran. No siempre lo conseguíamos. Había muchísimos niños que también deseaban ser mirados y los Reyes no podían hacer caso a todos, nos decía nuestra madre para que nos conformáramos. El rey negro era mi predilecto y procuraba dirigirme a él. En Palma era el más solicitado, supongo que por exótico. En la Mallorca de los cincuenta y sesenta solamente había un negro empadronado y era al único representante de su raza que habíamos visto. Llegó a la isla desde Guinea y el dueño de una tienda de tejidos le dio cobijo. Empezó de mozo y acabó de encargado. Pero él no servía para convertirse en Bal­tasar porque todo el mundo le hubiera reconocido.

Si teníamos la suerte de que la escuadra americana estuviera fondeada en la bahía, no había por qué preocuparse. Seguro que el cónsul de Estados Unidos se encargaría de solucionar el asunto. Sin duda entre losmarinesencontrarían algún voluntario de color oscuro que se prestara. Pero si el azar no proveía esta casualidad, no habría más remedio que tiznar con betún la cara y las manos de algún funcionario del Ayuntamiento, dispuesto a hacer el favor al Consistorio y, más todavía, a la población infantil. De las dificultades de encontrar un rey negro adecuado, los niños y niñas de entonces no teníamos ni idea, ni lo imaginábamos, tan crédulos como éramos.

Nunca dormía la noche de Reyes. Velaba pendiente de los ruidos de la calle. Alguna vez incluso escuché el sonar de los cascos de los camellos y el relinchar de los caballos, bajo el balcón, detrás de cuyos cristales dejábamos los zapatos y algún aviso si nos habíamos olvidado algo en la carta. Un año, después de escrita y enviada, vi un cochecito para pasear muñecas que me encantó. Estaba tan triste y disgustada por no haber podido añadirlo a la lista de regalos que mi padre me sugirió que escribiera una nota con letras de imprenta y la pegara al cristal del balcón. Quién sabe si Sus Majestades tendrían un cochecito de sobra. Lo tenían y me lo dejaron, y yo le conté a todo el mundo lo generosísimos que habían sido conmigo los Magos de Oriente.

El mundo era justo si todos los niños y niñas tenían juguetes por lo menos una vez al año

La noche de Reyes las persianas de casa se quedaban abiertas para que los pajes pudieran entrar. Para ellos, mi madre ponía sobre una mesita, de las que entonces llamaban de té, una bandeja con turrones y unas copas de champán, que la mañana siguiente encontrábamos vacías. Alguna vez, Melchor o Gaspar, pero más a menudo Baltasar, puesto que era a él a quien iban especialmente dirigidas nuestras peticiones, dejaban una nota, agradeciendo la gentileza de una madre tan simpática. Solía estar escrita en pergamino y, si llevaba la firma del rey negro, lo sabíamos en seguida porque utilizaba un trozo de carbón en vez de una pluma. Hoy sería tachado de políticamente incorrecto, pero qué le vamos a hacer, si a Baltasar le gustaba firmar así.

El hecho de saber que los Reyes existían era más importante que todo cuánto me pudieran traer. El mundo era justo si todos los niños y niñas tenían juguetes por lo menos una vez al año, aunque fueran pobres. Los Reyes garantizaban la posibilidad del milagro.

La primera gran desilusión de mi vida fue tener que dejar de creer en los Reyes.

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