Tengo que confesar que no he tenido mucha suerte con los hombres, pero aún es peor la que tengo con los sofás. Es una especie de maldición; he probado desde los más baratos hasta los más caros y todos me han dado tan mal resultado que cuando, como es el caso, me enfrento a la elección de un nuevo mueble en el que reposar en mi tiempo libre, más que ir de compras, voy de maniobras.
¿Qué busco en un sofá? Básicamente que cumpla lo que promete: buen diseño, durabilidad y comodidad, evidentemente. La primera premisa me condiciona porque aborrezco esos modelos que tienen como una riñonera gigante en el respaldo; tampoco me interesan los de rincón con chaise longue incorporada; no me gusta que sean muy bajos ni, por supuesto, muy altos, de esos que te dejan con los pies colgando. Eso sin tener en cuenta el apartado tapicería, que basta que lo quieras en una tonalidad que combine con el resto de la decoración de tu salón para que precisamente ese color tenga recargo.

Lo de que el relleno no sea de espuma barata y se hunda a los dos meses es más fácil de lograr, basta con que pagues lo suficiente, pero lo de la comodidad eso ya es para nota. Quiero un sofá ni duro ni blando; con que te acoja y no te expulse es bastante. Tampoco es tan difícil, digo yo, pero, en la práctica, es una utopía.
Descartados los modelos que te venden por catálogo y no se pueden probar, no te puedes fiar de que el sofá que te envíen a casa tenga las mismas características del que, abusando de la amabilidad del vendedor (si tienes la suerte de encontrar a uno con la suficiente paciencia), has catado y aprobado en la tienda. Los de exposición no se suelen vender y si es el caso, ojo, que igual ya ha perdido fuelle.
Mi misión, que empiezo a creer que es imposible, me ha llevado en las últimas semanas a la sección de mobiliario de unos grandes almacenes, a una tienda especializada en sofás caros y a otro comercio de los llamados de decoración. Muy bien atendida en todos, tengo que decir, pero sintiéndome también un bicho raro porque, dada mi natural tendencia a explicar mi vida, cuando me fui debieron de pensar que, más que un sofá para mi casa, lo que necesitaba era el diván de un psiquiatra.
Lo malo es que casi siempre me gustan los sofás de las casas ajenas; voy de visita y eso que solo me siento (como mucho me reclino, pero no suelo echar la siesta) y pienso “qué buen sofá”. Como en lo de los hombres, en estos casos, es difícil calibrar qué resultado daría en la casa de una. Es más, el usuario habitual también le encuentra defectos, de lo que deduces que no eres la única en tener mal criterio.