En la bendita locura que han cometido Carlos Bassas y Grijalbo con Invencible, novela sobre la figura mítica de Sunzi, general y estratega perpetuado como autor de El arte de la guerra, están las primeras líneas de Bassas. “Tengo las manos y el semblante de mi padre y aún no he hecho nada”. No nos consta que las dijese, pero las dijo. Ahí radica la verdad de las mentiras literarias.

Al despertar y al irse a dormir, uno pasa cuentas con el espejo del baño. Y ahí está tu padre. Esa mirada y esa cara es la suya. A partir de la lectura de Invencible me miraré las manos, pero sé que la genética saltó a otro lado. Siempre complejas las relaciones de hijos con padres, hijas con madres, también las cruzadas. Vamos arrastrando deudas y fobias, chistes y manías, recuerdos, maneras de celebrar la alegría y la decepción, equipo de fútbol, actores y canciones. Durante años fui a cortarme el pelo a la misma barbería. Un día, el barbero, tijera en suspenso, me confesó que de niño odiaba las naranjas y a su padre le encantaban, pero que “desde que se murió no hago más que pedirme naranjas de postre”. O sea que también arrastramos con nosotros sus naranjas.
Uno lucha contra lo que no le gusta de sus padres, pero acaba robándoles frases, miedos y gestos
Un padre, aunque nos quiera lo mejor que sepa, puede aplastarnos y ocultarnos, y sin quererlo, ayudarnos y guiarnos. Ausente, estar muy presente y no estar aun estando. Cuando me miro al espejo y le veo, me doy cuenta de que nos pasamos la vida escapando el uno del otro, hablando del Barça e inoculando el terror y el pesimismo que sintió como niño de posguerra. Uno lucha contra lo que no le gusta de sus padres, pero acaba robándoles frases, miedos y gestos. Quizá no haya escapatoria. Porque enfrentarte y matarlo es perder la identidad, esa situación maravillosa a los veinte años y terrible a los cincuenta.
Comparto mesa con Joan de Sagarra hablando de Simenon en el mercado de la Concepció, y siempre que coincido con él, pienso en cómo sobrevivir y sentirse acompañado por un padre como Josep Maria de Sagarra, autor de la mejor novela de Barcelona por siempre jamás. Sagarra intimida y corrige mi horrible francés que suena a mal inglés, pero me fascina su mundo y cómo lo recuerda, inventa y explica. En esas, recibo una llamada de mi hijo y pienso que se parece a su madre y que, en cuanto pueda, le miro las manos y le pido que escape lo antes posible.