No suelo ver mucho la tele, pero de vez en cuando me paso un rato. En ese rato hay bloques de anuncios. De bastantes anuncios. Los hay de muchos tipos. Algunos buenos y algunos menos buenos. Algunos que pueden servir para muchas cosas y que aprovechamos mi mujer y yo para jugar a adivinar si es un anuncio de coche o de un producto alimenticio o de un perfume porque aquella señora estupenda puede servir para anunciar todo.

Algunos no los entiendo y con mucha frecuencia pienso que si los hubiera visto hace 20 años, el desconcierto habría sido increíble.
Aprovechando el desconcierto, lo extrapolo a todas las televisiones y a todos los periódicos.
Y veo noticias que, como dicen en mi tierra, desconciertan al más pintao.
Menos mal que tenemos a Trump para llenar páginas de lo que dice/hace, de lo que nos gusta/disgusta lo que dice/hace y como mañana es posible que cambie de rollo, de lo que dirá/hará.
Si cada uno arregla un trozo de mundo, al fin podremos salir a cenar sin amargarnos
Y no me meto en el fútbol femenino, porque lo que veo haría enrojecer a un sargento de caballería y uno se quedó en alférez de complemento.
En un momento como este, se producen simultáneamente dos fenómenos:
-que la gente saca lo mejor de sí misma;
-que la gente saca lo peor de sí misma.
Con una característica: que lo malo se ve más que lo bueno y que, con mucha frecuencia, hace mucho más ruido.
Y con otra característica: que cuando salen dos matrimonios a cenar, en el momento en que se descuidan, se encuentran hablando de lo mal que están las cosas y de lo sinvergüenzas que son tooooodos los políticos, los pasados, los actuales y los que no han nacido todavía.
Y otra más: cuando se produce algo sin ninguna importancia, se hincha, se lleva a páginas enteras de los periódicos, la justicia se preocupa y algún juez con sentido común bosteza y seguro que piensa: “¡Para esto hice yo las oposiciones!”
En este mundo, en esta situación sociopolítica-económica, vivimos y viven nuestros hijos, nuestros nietos y nuestros biznietos.
Tenemos responsabilidad global. Yo tengo la responsabilidad de cambiar el mundo. Me gustaría empezar por los problemas entre Ruanda y Burundi, por Gaza, por la parte de Ucrania que se está comiendo Rusia. Y más cerca, por los destrozos de la dana, por los líos del fiscal general del Estado…
Me gustaría, pero si empiezo por ahí, no arreglaré nada.
Me animo a:
-no quejarme de mis alifafes y tintirimbainas, palabra que no existe, pero queda bien, que irán en aumento exponencialmente a medida que me vaya haciendo mayor;
-si me preguntan qué tal estoy, contestar: “Preocupantemente bien”;
-luchar por tener criterio;
-que no todo lo que me dicen Sánchez/Feijóo es para creérselo;
-que no todo lo que me digan Yolanda Díaz/Pilar Alegría es para creérselo;
-que casi nada de lo que me digan … (pónganse los nombres que corresponda) es para creérselo, porque mienten siempre y en todo lugar, con la mayor desfachatez del mundo;
-fundamental, a distinguir lo bueno de lo malo;
-animo a los que me rodean por razones familiares, profesionales, de desayuno en San Siro cuando voy a Zaragoza, a vivir todo lo anterior, añadiendo lo que el buen criterio de cada uno le sugiera.
Y mi hipótesis dice que si yo vivo así y animo a los míos (familia y amigos) a vivir así y estos a los suyos, habré arreglado un trozo de mundo y con muchos trozos de mundo arreglados faltará menos para que podamos salir a cenar sin peligro de que se nos amargue la tortilla de patatas.
¿Poca ambición? ¡Y a mí que me parece que es mucha!