El libre comercio está en retroceso, y el fantasma del proteccionismo ha resurgido con una enorme fuerza. Esto se debe en gran parte a que los beneficios de la apertura exterior de las economías son a menudo difusos y difíciles de percibir en el corto plazo, mientras que los beneficios de proteger a grupos específicos de la competencia extranjera parecen ser inmediatos y visibles. Esta miopía ha creado un clima de opinión favorable a la protección en muchos estados que se consideran perjudicados por la globalización. En paralelo, la amenaza de utilizar los aranceles para obtener objetivos políticos ha cobrado una extraordinaria relevancia en un mundo que asiste a una escalada de las tensiones geoestratégicas cuyo telón de fondo es la lucha entre Estados Unidos y China por la hegemonía planetaria. Sobre ambas cuestiones es importante realizar algunas reflexiones.

Los hombres prácticos defensores de los aranceles razonan en los siguientes términos: el libre comercio está bien en teoría, pero debe ser recíproco. No podemos abrir nuestros mercados a los productos importados si los extranjeros nos cierran sus mercados. El argumento parece sensato, pero no lo es. Como explicó Friedman, las exportaciones son el precio que se paga para adquirir productos importados, no al revés. Si un país X lograse prescindir por completo de las compras al exterior o restringirlas de manera significativa y vendiese grandes cantidades de bienes a Y, ¿qué haría con los dólares o los euros obtenidos por sus exportaciones? ¿Guardarlos?
La política hacia China ha de prever tanto aranceles como restricciones de sus inversiones en el exterior
Un país puede acumular un gran volumen de divisas extranjeras en el banco central, en depósitos o en valores como reserva para posibles necesidades futuras, pero esa situación no es eterna. Para decirlo en términos coloquiales, el país X no puede comerse los dólares o los euros en su poder. Antes o después se verá forzado a adoptar medidas para reducir sus exportaciones o para aumentar sus importaciones a través de la reducción de las barreras arancelarias y/o no arancelarias, mediante alteraciones en el nivel de precios internos o en la tasa de cambio entre su moneda y las de los estados con los cuales comercia. En suma, al final, tendría que pagar bienes reales con bienes reales.
¿Más exportaciones o tener una balanza comercial superavitaria significa ser más rico? Esta es una de las viejas falacias del mercantilismo. El comercio no es un juego de suma cero. En toda transacción libre y voluntaria ambas partes ganan porque de lo contrario esa transacción no se materializaría. Y la riqueza es un concepto dinámico, no estático. El libre comercio funciona de la misma manera que el libre mercado a escala doméstica.
Como escribió Adam Smith: “Si podemos proveernos de algo de afuera más barato pagando con el producto de nuestra propia actividad, sería ridículo no hacerlo. El trabajo no se aplica a la mejor ventaja cuando se dirige a algo que es más barato comprarlo que producirlo”.
Tampoco el libre comercio significa la destrucción del empleo o su deslocalización hacia terceros países. Puede reducir la demanda de mano de obra en las industrias ineficientes, pero libera recursos para crearlos en las eficientes, lo que eleva la productividad, los salarios reales y mejora los niveles de vida. El grueso de las transformaciones en la fuerza laboral que se ha producido en los estados desarrollados a lo largo del último medio siglo no es el resultado de la competencia internacional sino de la innovación y de las nuevas tecnologías.
Las restricciones al comercio solo ayudan a las compañías ineficientes y a los grupos de interés que se benefician de ellas. Así, por ejemplo, a pesar de haber sido protegidas durante décadas, las grandes empresas siderúrgicas abandonaron EE.UU. debido a los altos costes fijos y a la competencia de las más pequeñas. Por añadidura, los aranceles sobre el acero no son inocuos. Incrementan los costes de producción de las industrias consumidoras de ese mineral que emplean a 6,5 millones de norteamericanos versus los 80.713 en la siderurgia. La mitad de las importaciones de EE.UU. no son bienes de consumo sino insumos para los productores norteamericanos.
Si los argumentos económicos a favor del proteccionismo son de una extraordinaria fragilidad, los de carácter político-estratégico tienen racionalidad dependiendo frente a quién y cómo se planteen. Si el problema entre hipotéticos aliados es la ausencia de reciprocidad, lo razonable es negociar acuerdos comerciales aceptables para las partes y no imponer aranceles de manera unilateral. Eso erosiona la confianza, causa incertidumbre y es perjudicial para la economía. El unilateralismo en un mundo multipolar, en medio de una nueva guerra fría, no es un buen negocio. Y, puestos a jugar a bloques, lo inteligente sería reforzar en términos de comercio y de cooperación las relaciones entre las democracias. Lo absurdo y suicida sería entrar en una guerra comercial entre ellas.
China ha extraído un enorme beneficio de su entrada en el comercio mundial desde su incorporación a la OMC en el 2001. Ello no ha servido para democratizar ni liberalizar el país, como algunos pensaban, sino para alimentar sus planes de expansión y de revisión del orden internacional, así como para crear una alianza de estados autocráticos enemigos de Occidente. La economía es el instrumento para lograr esa meta al servicio de los intereses del Estado-Partido, cuyos fines no son económicos, sino ideológicos y geoestratégicos. En consecuencia, la política hacia el antiguo Celeste Imperio ha de ser la de contención, no la de distensión, y parte de ella ha de prever la adopción de medidas no solo arancelarias sino también de restricciones de las inversiones chinas en el exterior y, desde luego, en los estados occidentales. Es básico no olvidar estas cosas.