Sospecho que comparto con muchos hombres (las mujeres se adaptan con más naturalidad a la complejidad de la existencia) la necesidad compulsiva de ordenar la pequeña parte del mundo que me rodea: libros en estanterías, utensilios en cocinas y mesas, geles y champús en el baño... Intento crear la apariencia de un sentido, a la espera de que el tetris de la vida vaya encajando y retrase la llegada de la pieza que lo desbarata todo. Sostengo a menudo que uno de los efectos más evidentes de la irrupción de internet ha sido transparentar la complejidad y la fragmentación consustancial al mundo. Internet ha destruido el esforzado orden aparente que habíamos construido durante siglos. Por eso, paradójicamente, cuanta más transparencia, más confusión, porque bajo la apariencia de sentido hay rotura.
Le debo a Manu Tresánchez, uno de los mejores clientes con los que he trabajado, el regalo de una metáfora que me ayuda a entender las cosas. Sostiene Manu que, en este tiempo de disrupción tecnológica, las empresas se parecen a los nuevos restaurantes, donde la cocina se muestra de un modo casi total a los comensales. Ya no es ese lugar oculto en el que ocurría la magia y donde también sucedían todo tipo de tropelías amparadas en la opacidad. La cocina abierta obliga a otra manera de comportarse.
No parece que lo que está haciendo Donald Trump con tanto alboroto sea muy distinto a lo que otras veces hizo y pensó la administración imperial de Estados Unidos, la diferencia es que el nuevo presidente no esconde sus intenciones ni disimula sus maneras. Las transparenta. El vasallaje de Europa del que habla Sergio Mattarella estaba oculto, pero era real.
Es sintomática la reacción a los recortes de Trump a la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Ponemos el grito en el cielo, pero se ha abierto la cocina y hemos descubierto que era en buena parte injerencia política disfrazada de ayuda humanitaria (del mismo modo que Hollywood es propaganda disfrazada de arte).
Algo parecido pasaba con Risto Mejide, nos gustaba escandalizarnos de que transparentase lo que casi todos veíamos.
Los llamados medios tradicionales ocupaban el espacio que explicaba la verdad en su versión oficial y escondían el desorden: una pantalla que mostraba y cubría a la vez.
La diplomacia solía ser el biombo tranquilizador tras el que se ocultaba la realidad de los manejos del poder: ojos que no ven. El biombo ya no está o cubre una parte cada vez menor de lo que sucede. Sabíamos que tras él pasaban cosas que preferíamos ignorar. Llegamos al extremo de creer, o de aparentar creer, que no sucedían. Eran las reglas. Pero el biombo se hizo demasiado evidente incluso para los que no queríamos verlo. Y ahora simulamos un escándalo exagerado ante lo que era obvio: el Estado nos espía, el terrorismo genera guerra sucia, las grandes empresas están vinculadas al poder, Estados Unidos nos gobierna…
Que la cocina transparente haya revelado la falta de dignidad de Europa nos ofrece una hermosa oportunidad: recuperarla.
