Hay políticos que necesitan un adversario para existir. Isabel Díaz Ayuso no solo lo necesita, sino que lo fabrica a medida. Y Catalunya, en su universo particular, es ese enemigo recurrente, ese comodín fácil al que recurrir cuando el guion lo exige. No es solo el independentismo: es todo lo que huela a catalán. El idioma, las instituciones, los empresarios, la cultura. Hasta el agua del Segre le molesta. A más catalanofobia, más cuota de pantalla.
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En los últimos meses, su retórica ha rozado lo obsesivo. “Catalunya es un infierno fiscal”, dijo cuando el Gobierno planteó condonar parte de la deuda de la Generalitat, como si Madrid no fuera la comunidad que más se ha beneficiado del sistema de financiación. “El modelo educativo catalán adoctrina”, clamó sin aumentarle la largaria de la nariz, mientras su Gobierno en Madrid impulsa leyes que permiten a los padres censurar libros en las escuelas. “Barcelona ha dejado de ser una referencia”, sentenció, ignorando que la capital catalana sigue liderando rankings de atracción de inversión. Y entre frase y frase, su lamento eterno sobre cómo el Estado premia a Catalunya y castiga a Madrid, a pesar de que las cifras desmienten su discurso.
Los seguidores de Díaz Ayuso aplauden el mensaje y cualquier matiz es un estorbo
No hay casualidad en esta estrategia. Sus seguidores aplauden el mensaje, y en la política de trincheras que ha abrazado, cualquier matiz es un estorbo. El problema es que su discurso tiene un techo. En Madrid puede permitirse este juego de espejos donde todo lo que no es ella es decadente, fallido o directamente un peligro para la nación. Pero si alguna vez aspira a gobernar España –y todo apunta a que lo hará, más pronto que tarde dependiendo de lo afilado del cuchillo–, tendrá que decidir si sigue aferrada a la estrategia de la tierra quemada o si, por una vez, levanta la vista y entiende que no puede gobernar su país despreciando a una parte de él.
Porque a este ritmo, si algún día su nombre aparece en unas papeletas, en Catalunya el resultado puede ser un espectáculo insólito: menos votos que Ciutadans en las últimas elecciones.
No deja de ser irónico: su problema no será que Catalunya quiera irse de España. Su problema será que España, vía Catalunya, no la quiera a ella.
