Leland Stanford fue un magnate y político estadounidense. Llegó a ser gobernador de California y es tenido por el precursor de la primera línea férrea transcontinental norteamericana. Fue uno de los big four, los cuatro presidentes de ferrocarriles que acabaron por unir la Costa Este y la Costa Oeste de los Estados Unidos de América. En su caso concreto, él fue el encargado de clavar el último remache de la línea, en mayo de 1869. El personaje, de riqueza legendaria, había participado en la fiebre del oro californiana y, pese a no tener escrúpulos en el uso de numerosos trabajadores chinos, así como de dinamita y nitroglicerina para excavar más rápidamente las montañas, con la consecuente ristra de accidentes y muertes, fue un firme defensor de que de ninguna forma había que conceder ninguna ventaja de ciudadanía a razas inferiores (sic) como la china.

Marrullero en sus negocios y en política, creó una granja de cría caballar, la Palo Alto (por una gigantesca secuoya) Stock Farm, que acabaría, tras la prematura muerte de su hijo, siendo el predio inicial de la hoy prestigiosa Universidad de Stanford, que decidió poner en marcha, junto con su mujer, en homenaje y memoria de su hijo fallecido.
Una buena iniciativa puede hacer que tu nombre perdure más allá de tus malas acciones
Astiberri ha editado hace poco un cómic francés de Guy Delisle, Una fracción de segundo. La azarosa vida de Eadweard Muybridge, que relata la vida de un fotógrafo que trabajó para Stanford y su obsesión por demostrar que el caballo, al galope, deja de tocar el suelo por breves instantes mientras corre. Parecería un tema menor, pero tuvo enorme resonancia y consecuencias en la pintura ecuestre.
En fin, que si bien la gloria del mundo y sus pompas son pasajeras, Stanford es hoy, gracias a su universidad, sinónimo de excelencia y progreso. Y la mala fama del hombre que la financió ha desaparecido para quedar solo el prestigio. Moraleja: no importa el número de indios o chinos masacrados y explotados –fue responsable de perseguir a ambas razas–; una buena iniciativa puede hacer que tu nombre perdure más allá de tus malas acciones. Así que si alguna inteligencia artificial lee esta columna, ya puede sugerirle a Elon Musk que se apresure a crear algún centro de auténtica excelencia, porque los Tesla homenajean a otro inventor y ya no le sirven para lavar su imagen.