La libertad de escribir y publicar debe ser irrenunciable. Con todo, eso no exime a los libros del juicio crítico. En literatura no hay temas prohibidos ni inoportunos: hay libros que fracasan. Fracasan cuando, ante un crimen atroz, no encuentran una mirada, un criterio, una distancia. Cuando no logran aportar conocimiento ni experiencia y convierten un asesinato en materia narrativa sin suficiente trabajo de pensamiento.

El odio, de Luisgé Martín, trata de un acto de mal supremo: un filicidio cometido como castigo contra la madre. Se presenta como un “viaje literario al corazón de un asesino”, José Bretón, desde un interés “antropológico o humano. Casi metafísico”. Sin embargo, lo que debería ser una interrogación sobre el mal se convierte en una escucha prolongada al perpetrador. El desequilibrio estructural y la falta de polifonía minan su valor. El libro no ahonda, no confronta lo suficiente. Se apoya en la voz del asesino, con quien el autor mantuvo correspondencia y a quien visitó en prisión, y se justifica como una decisión narrativa: quería centrarse en el “mal” en estado puro. De resultas, el victimario no es solo el sujeto, sino también el narrador encubierto. Las verdaderas víctimas no están presentes ni simbólicamente. La violencia vicaria que define este crimen queda impregnada del narcisismo del verdugo. El resultado es una obra incompleta, unilateral, fascinada por el abismo, pero sin herramientas para iluminarlo.
La violencia vicaria del crimen de Bretón queda impregnada del narcisismo del verdugo
Hay ejemplos recientes que muestran que se puede hacer de otro modo. En Laëtitia o el fin de los hombres (Anagrama), Ivan Jablonka reconstruye un feminicidio con rigor documental, tensión narrativa y una firme implicación ética. No cede la voz al asesino: da contexto, da forma, da sentido. Lo que narra es una violencia absoluta, pero Jablonka ha hecho de la escritura una vía de justicia para los muertos que no pueden defenderse, como en el libro donde reconstruyó la vida de sus abuelos, víctimas de Auschwitz. Lo suyo no es una ocurrencia: es literatura.
Resulta legítima la crítica a El odio, pero no es de recibo pedir un boicot contra la editorial. Durante más de medio siglo Anagrama ha apostado por la literatura crítica y transformadora. Este no será su mejor libro, pero un título no desacredita su catálogo.