España ha visto en los últimos años cómo universidades privadas de distinta categoría han proliferado en prácticamente todo el territorio. La Comunidad de Madrid es el epicentro de esta actividad. De hecho, en la propia página web del Gobierno madrileño se puede leer que en torno a la capital se encuentra “la mayor concentración de estudiantes de España y de las mayores de Europa”. Madrid tenía en el curso pasado seis universidades públicas y trece privadas. Haciendo uso de las competencias autonómicas, las comunidades autónomas han ido dando el visto bueno a centros con el teórico objetivo de atraer conocimiento, aunque en realidad lo que se buscaba era, en algunos casos, negocio.

Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense
El lunes Sánchez calificaba algunas universidades privadas como “chiringuitos” y el Gobierno movió ayer ficha en el Consejo de Ministros anunciando un endurecimiento de los criterios para alumbrar universidades privadas. No es una decisión que Moncloa haya improvisado, sino que el debate interno viene de lejos. Es importante destacar que la enseñanza universitaria está transferida, por lo que el movimiento también tiene su connotación política. A Ayuso, de hecho, le ha faltado tiempo para hablar de “guerracivilismo” por parte del Ejecutivo.
Las redes sociales han mostrado disparidad de opiniones sobre el choque. Quitando los comentarios más politizados o favor de una u otra parte, los más aclamados han girado en torno a qué es una universidad y qué no lo es, independientemente de que sean públicas o privadas.
Primera premisa: es importante diferenciar las universidades privadas de calidad de esos llamados “chiringuitos”. Hay privadas de enorme prestigio; la Universidad de Navarra o Deusto son dos referencias no solo nacionales, sino también internacionales. Pero eso no quita para que algunos centros estén primando el negocio a la calidad de la enseñanza. Sí, existen “chiringuitos universitarios” que expiden títulos de escasa calidad. Lo que hay que evitar es meterlas en el mismo saco que los centros privados de referencia.
Segunda premisa: los centros privados acogen a toda clase de alumnos. Se trata de universidades que han venido a cubrir carencias de las públicas. Por ejemplo, la ausencia de plazas o las dificultades para acceder a determinados estudios (por nota de corte) han provocado un trasvase de estudiantes hacia lo privado. Familias de toda clase social han accedido a centros no públicos. Algunas se han tenido que endeudar y otras –quizá usted conozca a alguna- han tenido que arrendar segundas residencias para poder pagar los estudios de sus hijos. No se puede concluir que sea una educación elitista, por tanto.
Y tercera premisa: ¿los “chiringuitos” son exclusivos de la privada o también hay prácticas similares en la pública? Basta recurrir a algunos sonados casos en universidades madrileñas para dar respuesta a esta pregunta. La endogamia de claustros es un mal de la enseñanza universitaria pública que se está viendo obligada a dar por concluidos determinados títulos ante la escasa demanda. Huelga una reflexión sobre esta realidad.
Las redes sociales se han llenado de comentarios destacando que Sánchez y varios ministros cursaron estudios en la educación universitaria privada. El debate es de calado y, en el fondo, evidencia la pérdida de pujanza de la pública. “Para defender la universidad pública no hay que atacar a la universidad privada”, decían algunos opinadores en Bluesky. Así es.
La pública debe aprovechar la coyuntura para competir por la excelencia, por reunir a los mejores profesores y, por extensión, alumnos. Por ello en las redes sociales ha surgido un movimiento que defiende volver a prestigiar la educación pública para reconvertirla en un lugar de referencia del pensamiento crítico, no en meras máquinas expendedoras de títulos. La sociedad del futuro se decide en este debate, aunque quizá ya sea tarde.