Me encuentro en la terraza de un café en el relajado barrio de Samsen, en Bangkok, separado de la turística calle de Khao San Road por un canal al que se asoman cenefas de farolillos y altares de ofrendas. Junto a mi mesa, hay dos adolescentes que no paran de preguntar a sus padres si a ellos les funciona el wifi en este local, uno de esos restaurantes donde preparan pad thai en formato omelette o un rico curry massaman.
Mientras escribo en la libreta, miro de reojo al fondo: una libélula lame el mango de un canasto de frutas que cuelga de una moto, se escucha el lejano sonido de un taladro, un grupo de mujeres gritan “Massage” a un inglés delgaducho al que asustan como a una gacela indefensa, y una señora vende su último racimo de bananos a la vecina en la tienda de la esquina. Como telón de fondo, en mitad del bullicio, un monje budista con la túnica color azafrán lee bajo un enorme ficus.
Los humanos deberían estar satisfechos con la quietud: necesitan acción; y si no la encuentran, la fabrican”
Hoy debería haber visitado muchos lugares, pero prefiero quedarme aquí, emulando a autores como Washington Irving durante su estancia en la Alhambra, o la escritora sueca Ellen Rydelius, quien viajaba por Roma desde el interior de trattorias cuyas historias describía como un fresco narrativo. A esos autores que podían viajar por un destino sin moverse de la silla a través de tantos lugares que nos regalan el mundo sin buscarlo, como aquel mercado de la India o los pueblos que se confunden con estrellas tumbadas al caer la noche en San Cristóbal de las Casas (México) desde la cineteca Kinoki.
A medida que avanza la mañana en esta terraza de Bangkok, el matrimonio discute sobre cómo continuará la ruta mientras sus hijos siguen dando vueltas por la calle con el móvil en alto en busca de señal.

Una tienda del barrio de Samsen, en Bangkok
Hoy debería ir a visitar un mercado de comida callejera en las afueras de Bangkok y llegar hasta una colina desde la que se contempla uno de los mejores atardeceres. Pero siempre me gana esa necesidad de sentarme en un solo lugar, ya sea una fuente, un café o una playa secreta, y escribir sobre un destino que no siempre es necesario perseguir entre itinerarios eternos y la incesante búsqueda de datos y mapas.
Decía Virginia Woolf en Una habitación propia: “Es vano decir que los humanos deberían estar satisfechos con la quietud: necesitan acción; y si no la encuentran, la fabrican.” Sin embargo, en los tiempos de la inmediatez, descifrar el aroma a incienso que trae la brisa, saborear los curries sin consultar notificaciones o prescindir de todo lo que deberíamos ver (JOMO, o alegría de perderte cosas lo llaman hoy) se han convertido en una quimera que muchos buscan en la vida, la rutina y también los viajes.
Hoy debería ir a muchos sitios, pero sigo escribiendo en esta terraza mientras los dos adolescentes gritan desde lejos ¡Aquí sí hay wifi! Sus padres, histéricos, les mandan callar por primera vez mientras el monje budista sigue leyendo bajo el enorme ficus.
Quizás vivamos en un momento en el que detenerse se ha convertido en un acto de valentía.