La seguridad europea, entendida en términos militares, ha dependido de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. La OTAN siempre ha sido la expresión de esta alianza asimétrica, en la que la capacidad real de defensa estaba y está en la potencia estadounidense. Nos hemos beneficiado de ahorrar en defensa a cambio de la supeditación geopolítica. De repente nos damos cuenta de que el protector benévolo solo es fiable en la medida en que sigamos sus prioridades. Y ahora, deprisa y corriendo, se intenta construir una nueva alianza europea (no solo de la Unión Europea) independiente de la OTAN.
La transición será complicada y costosa. Se plantea el rearme de cada país y la integración gradual en lo que podría ser un ejército europeo, tal vez colaborando con la OTAN o tal vez no si la Alianza sigue siendo un instrumento de Estados Unidos.

Hay que tener claro de qué rearme se trata. En lo esencial es una transformación tecnológica. La experiencia de Ucrania muestra que lo decisivo son los drones, los misiles y la ciberguerra, lo cual depende, sobre todo, de la cobertura de satélites, de los sistemas informatizados de misiles y antimisiles, de la vigilancia aérea de los Awacs y de los dispositivos de inteligencia artificial que operan al instante en el conjunto del sistema.
Los tanques y los soldados sirven para ocupar terreno, pero solo si consiguen superar la destrucción que viene del aire. Incluso los aviones de ataque son dependientes del sistema de misiles y de guerra electrónica.
Es decir, el rearme militar requiere una aceleración y difusión de la modernización tecnológica digital y de los recursos humanos necesarios para gestionar un sistema complejo, en que la conexión entre máquinas (eso sí, programadas y dirigidas por humanos) es el instrumento bélico esencial. Esto implica que el núcleo del rearme militar está íntimamente ligado a la transformación tecnológica digital, muchas de cuyas innovaciones son de doble uso, militar y civil.
Una política europea común de defensa requiere acuerdo y claridad, y consulta a los ciudadanos
Una estrategia inteligente sería invertir en tecnologías que no sean exclusivamente militares, aunque cumplan también esa función. Sin esta transformación tecnológica, aumentar el número de soldados solo sirve para aumentar el número de muertos.
Pero más allá del rearme, la construcción de una seguridad europea depende de algo mucho más complicado: la formación de una política europea común de defensa, que requiere una política exterior común, hoy inexistente. Puede haber acuerdo básico en una respuesta común al ataque a cualquier país europeo, pero ¿en qué condiciones? ¿Qué respuesta? Y ¿cómo cambia la respuesta según el origen del ataque? Aunque no es probable, ¿qué pasa si Estados Unidos ocupa Groenlandia unilateralmente, según ha insinuado? ¿Ayudamos a Dinamarca a contratacar o negociamos? ¿Y si Rusia ataca Estonia, Francia bombardea Rusia sin más? ¿Hasta dónde se llega, cuál es el límite de un intercambio nuclear que aniquilaría Europa? ¿Cuáles son las líneas rojas comunes?
Se trata de una cuestión política que requiere acuerdo y claridad. Y consulta a los ciudadanos, que en su gran mayoría no entienden la necesidad de una guerra. ¿Estamos dispuestos a cambiar la protección estadounidense por una protección francobritánica mucho menos efectiva?
Así pues, una nueva política de seguridad europea requiere un proceso de negociación y consenso sin atajos peligrosos. Y ese proceso hay que transitarlo con serenidad, sin crear pánico en la población. Por eso, lo del kit de supervivencia es una maniobra de condicionamiento psicológico que perturba la transición tranquila a una nueva geopolítica cuando todavía hay bases estadounidenses en Europa.
Aun entendiendo los temores de la Europa del Este, no parece que estemos en vísperas de una guerra generalizada. Tenemos tiempo para proceder gradualmente a un viraje estratégico que nos sitúe más allá de la geopolítica de bloques.