Soy muy consciente que lo que escribo hoy, para muchos, muchísimos, es un evidencia caducada, anacrónica y superada. Casi impropia de cualquier profesional que se precie y se considere parte de un mercado laboral competitivo con prestaciones lingüísticas adecuadas y actualizadas… Sin duda muchos pensarán eso… Pero habrá algunos, quizás no pocos, que entenderán que ésta es y, sobre todo, ha sido una realidad que unos tantos nos hemos esforzado en cambiar.
Apelo a aquellos que ya han pasado de los cincuenta y cinco y que, como yo, a pesar de licenciarnos en la Universidad, hacer posgrados y másters profesionalizados y tener una exitosa (o no) y reconocida (o no) carrera profesional, partimos de una base francófona como lengua extranjera porque esa era nuestra realidad educativa en el sistema ya tan y tan lejano de los años 70 del siglo pasado.
Estudiar catalán, español y francés como lengua extranjera nos convirtió en personas también políglotas con dominio de tres lenguas (que no es poco) pero ay ¡a la vez, nos hizo, también, analfabetos funcionales!
A pesar de que nos dimos cuenta rápidamente que el mundo giraba hacia otras necesidades lingüísticas de conexión global y empezamos a pedalear en ese sentido, algunos hemos tenido perpetuamente la sensación de que, por más que nos esforzásemos, el dominio de la lengua anglosajona (¡yo siempre tuve la sensación que no pasaba de tercero…!) No llegaría nunca.
Bien, pues ya no. ¡Algo ha cambiado en mi paradigma lingüístico para con el inglés!
En esa búsqueda de desatascar las tuberías lingüísticas que el idioma sajón me había provocado durante años y años de estéril evidente mejoría, el verano pasado tomé una definitiva decisión. Determiné que esa asignatura pendiente en mi bagaje de perfección en conocimiento no podía darla por perdida y marqué un objetivo y un calendario: en un año mi inglés se iba a convertir, (como mi francés), en otra de mis lenguas usuales de comunicación. Me sumergí sin demora y sin dejar nada de mi rol profesional en el tintero, en el aprendizaje y perfeccionamiento de esa lengua buscando convertirme también en una, más que potable, conversadora en inglés.
Y aquí estoy… Agotada: curso intensivo de una semana en una casona en Segovia (sí, sí ¡Segovia!) Con 8 profesores para 4 alumnos que me resultó, pesado, tedioso y agotador, pero también fue un punto de inflexión para mirar de cara y de tú a tú al eterno “idioma rebelde”. Y desde octubre, de lunes a jueves, cada mañana de 6.30 a 8 de la mañana, para no contaminar mi rol laboral que me sustenta económicamente y permite pagar, desde el privilegio de poder hacerlo, este esfuerzo, conectada one to one con un nativo que no me da tregua.
El invierno se ha hecho duro y he estado a punto de desfallecer más de una madrugada del mes de diciembre, enero o febrero, cuando el sueño, el cansancio y la oscuridad, más allá de mi pantalla del ordenador, conformaban mi luz ambiental. Pero ahí sigo y mi notable mejoría provoca una euforia endógena que hace que ahora, a pesar de algún que otro desconcierto familiar, promuevo y organizo viajes buscando países de habla inglesa.
Por si en algún instante tuve tentaciones en desfallecer en el esfuerzo, en mi último viaje se hizo patente la evidencia de la nueva realidad lingüística del mundo. En el hotel en que nos alojamos, la antigua sede de la SS en Berlín Este, me fue bien y practiqué satisfactoriamente mis aprendizajes, pero me sorprendió negativamente que ni uno de todos los recepcionistas del establecimiento hablase alemán, solo inglés.
¿Se imaginan que en Madrid ningún recepcionista de un alojamiento turístico hablase español? ¿Lo daríamos por bueno? Quiero pensar que no…
Una última reflexión: en Barcelona muy pocos por no decir casi ninguno de quien atiende en los mostradores de los alojamientos turísticos habla catalán. Una pena. Si me pongo a profundizar en esta última evidencia me da, sin duda, para otro artículo.