Me llamaron para decirme que había muerto un ser amado. Salí al balcón a coger aire, el de casa no alcanzaba. Miré el cielo, como es natural. Y, de pronto, en medio de la noche oscura, un pájaro se puso a cantar una melodía vibrante, vivísima, sostenida por largos silbidos, puii, puiii, puiiii, florituras y ritmos sorprendentes, recorriendo mundos. Qué espectáculo. Un canto pleno, contradictorio, inalcanzable como la vida que finaliza el amado, me dije.

Cuando acabó el concierto y el silencio me cayó encima, busqué inútilmente al pájaro en la oscuridad. Tenía que verle la cara. Estaría muy cerca, con ese piquito, mirándome desde su escondite, en la cornisa, detrás de una maceta. Podíamos olernos. Sobre todo él a mí; analizar mi capacidad de violencia animal, leer mis señales químicas con una profundidad que yo no alcanzaría ni en sueños. Menuda canción de despedida te ha hecho este pájaro en la noche oscura, le dije al muerto, te habrá gustado el acompañamiento que has tenido en tu último aliento o vuelo, o como prefieras llamarlo, siempre fuiste un tipo alado. Un auténtico pájaro.
Cuando topé con el magnífico canto del ruiseñor, me dio un vuelco el corazón
Dediqué la noche a descubrir el nombre del ave cantora. Ese dato me parecía vital, no podía continuar mi duelo sin él. Me arremangué. Confronté referencias geoespaciales, temporales y ornitológicas. Indagué, escuché. Imité el canto de algunas aves nocturnas dando el do de pecho en el balcón. Busqué en mi garganta la textura cristalina del petirrojo, el graznido del martinete, me rompí el alma ululando como el búho. Me quedé afónica. Pero cuando topé con el magnífico canto del ruiseñor, me dio un vuelco el corazón. Era él. Con ese silbido sostenido que crece, dramático y misterioso, para romperse inesperadamente en gorgoritos finísimos, de alegría circular. Gracias, le dije ahora que podía ponerle cara al emplumado, estuviste magnífico.
Han pasado tres años y al recordar esta historia se me enciende una luz. Hay cuestiones que necesitan tiempo para caer por su propio peso, como una fruta madura. De pronto comprendo que el pájaro, en realidad, no fue otro que el amado muerto, acercándose un momento a mi balcón para cantarme de paso su despedida, antes de volar del todo, fingiendo ser un ruiseñor. Un detalle amoroso, la verdad, insospechado en ti, pájaro, con ese carácter. Tu última broma.