Cuando estuve hace un montón de años en Pekín, cerca de un lago, en un lugar bastante turístico lleno de restaurantes, había un grupo de gente autóctona que bailaba pasodobles con un radiocasete a toda castaña. Era una especie de escuela de baile al aire libre. Como aquí solemos bailar pasodobles en fiestas mayores y bodas al estilo pachanga, con mi pareja nos atrevimos a unirnos al grupo de bailadores.

Al cabo de unos años, en la ciudad cubana de Trinidad, no osamos pisar la pista de baile aunque estaba en la calle, abierta a todos, porque la gente allí se movía extremadamente bien, con unos pasos muy historiados. Unas guiris que habían tomado clases con cubanos se manejaban como podían. Nos limitamos a pedir un par de mojitos y a mirar de lejos, siguiendo el ritmo sentados en las escaleras de la plaza, a modo de grada.
En los alrededores del mercado de Sant Antoni, un grupo de mujeres orientales bailan coreografías disco
En el mismo viaje a Cuba, en el parque de Cienfuegos, un poco apartados del centro del baile, discretamente nos pusimos a bailar fijándonos en cómo lo hacían los locales. Una quinceañera aprovechó un momento que paramos y me propuso bailar con ella. Sin palabras, y eso que podíamos entendernos perfectamente. Fue toda una lección de danza que pude aprovechar para transmitirla enseguida a mi pareja y así bailar en público con cierta dignidad.
Bajo el mercado de Sant Antoni siempre hay grupos de jóvenes que bailan danzas urbanas junto a la muralla descubierta cuando hicieron las obras. En torno al mercado también se pone un grupo de mujeres orientales con música a todo volumen. Una guía la coreografía y el resto la sigue. Un día vi que traían merienda, no sé si lo hacen siempre o si coincidía con el cumpleaños de una de las danzarinas.
La otra tarde venía de comprar y me llegó una música disco muy hortera. Eran ellas. Me dieron muchas ganas de unirme al grupo. No bailan especialmente bien, lo que aún me animaba más porque así no parecería un pato mareado como en Cuba. ¿Quién me impedía acercarme, dejar en el suelo la bolsa de la compra y ponerme a bailar, siguiendo la córeo? No eran los chavales del hip-hop, eran señoras como yo. Nadie me lo impedía. Seguro que, si hubiera sido una sardana, me habría unido al círculo. Me quedé con las ganas de bailar. Es evidente que el problema lo tengo yo. Llamémosle timidez. O prejuicio.