Me resulta chocante que algunos critiquen que la Iglesia católica, o el nuevo Papa, muestren todos los elementos, símbolos y rituales de la tradición que los distingue. Meterse con el anillo del pescador, la muceta y la estola es como si censuráramos que en los cabarets se luciera lencería o en los rings se propinaran golpes, equivale a pedir que los toreros, como símbolo de rebeldía, salgan a la plaza sin montera.

Los expertos en la monarquía británica han explicado cómo una de las claves de su éxito es la enorme potencia estética y simbólica que emana. Y lo mismo sirve para el fútbol o cualquier otra liturgia de masas. Es más coherente alejarse de aquellas instituciones o rituales con los que no comulgamos –nunca mejor dicho– que magnificar la importancia de lucir una prenda u otra.
¿Adónde enviaría yo a aquellos que me incordian? Tras leer la última novela de Eduardo Lago, lo tengo muy claro: a la isla chilena de Selkirk
El tiempo, no se preocupen, acabará destruyéndolo todo, con su infalible método progresivo, que no respeta usos ni costumbres. Por ejemplo, nuestra legislación ya no contempla como tal la romántica pena de destierro aunque aún haya personas que la sufrieron, bajo el franquismo, como Raúl Morodo o Pedro Schwartz, a los que enviaron a diversos pueblos de Albacete, ignoramos por qué allí y no, por ejemplo, a esa Granada en la que los Borbones desterraban a sus enemigos, que iban lamentando su sino en largos paseos por La Alhambra, o la bella isla de Fuerteventura, orgullosa aún de haber acogido -aunque fuera por la fuerza- a Unamuno, que hizo enfadar a Primo de Rivera.
Esas supuestas prisiones a cielo abierto se nos antojan buenos lugares en los que nuestros enemigos –por así llamarlos- serían felices. ¿Adónde enviaría yo a aquellos que me incordian? Tras leer la última novela de Eduardo Lago, La estela de Selkirk, lo tengo muy claro: a la isla chilena de Selkirk, en el archipiélago de Juan Fernández. Lago la descubrió leyendo en The New Yorker un reportaje de Jonathan Franzen, que llegó a ella para avistar pájaros raros y esparcir las cenizas de David Foster Wallace. Antes se llamaba Isla de Más Afuera pero fue rebautizada en honor al pirata escocés que sobrevivió cuatro años como náufrago en la zona, en realidad en otra isla cercana, llamada entonces de Más a Tierra, y hoy Isla de Robinson Crusoe ya que, al leer Daniel Defoe el relato que hizo Selkirk de su experiencia, escribió la que se considera primera novela en lengua inglesa.
No la busquen en Tripadvisor: sigue siendo una isla muy inaccesible, sin teléfono ni electricidad, de una gran belleza natural que invita a reflexionar sobre uno mismo y el sentido de la vida. No sé por qué, pero me imagino un día allí, charlando con los pescadores de langostas.