La retórica es siempre la misma: la agresión del enemigo es calificada de ataque terrorista, mientras que la propia agresión se considera ejercicio legítimo de la defensa, y en esa dinámica de acción-reacción no siempre se acierta a poner fin a una escalada de violencia que podría desembocar en un apocalipsis. Parece que, después de las graves tensiones fronterizas de las últimas semanas, India y Pakistán estarían ahora de acuerdo en alcanzar un alto el fuego, pero eso no cambia las cosas: a la guerra intermitente que ambos países sostienen desde hace ocho décadas nunca le faltarán nuevos agravios que nutran su voluntad de perpetuarse.
Todo empezó (recordémoslo) cuando en 1947 India se independizó del imperio británico y (contra la opinión, entre otros, de Gandhi) se troceó el territorio según criterios religiosos. Los musulmanes a Pakistán, los hindúes a India: el número de ciudadanos entonces desplazados, quince millones, sigue siendo el más alto de la historia.

De aquellos polvos, estos lodos. Me contaron que, en alguno de los numerosos enfrentamientos habidos a lo largo de estos casi ochenta años, los soldados pakistaníes apresados por el ejército indio eran obligados a comer carne de cerdo, al tiempo que los militares indios que caían en manos de los pakistaníes eran forzados a alimentarse con carne de vaca, el animal sagrado para los hindúes. Ese tipo de tormento, tan refinado y a la vez tan primitivo, no hace sino certificar que nos encontramos ante una guerra de religión: ¡una guerra del tiempo de las cruzadas pero con las armas de destrucción masiva de la guerra de las galaxias, porque tanto India como Pakistán tienen armamento nuclear!, ¡los albores de la humanidad dándose la mano con una de las hipótesis más plausibles del fin del mundo!
Israel es otro de los nueve países que poseen armas nucleares y, aunque también el comienzo del conflicto palestino suele datarse en torno al año de la creación del Estado de Israel, muy próximo al de la descolonización de India, su conflicto territorial hunde sus orígenes en tiempos remotos, bíblicos incluso. Si alguna vez llegamos a pensar que, con fórmulas como la de paz por territorios, esa guerra infinita podía desembocar en una paz duradera, la realidad no ha cesado de demostrarnos que nos equivocábamos.
Los colombianos que defendieron la guerrilla la ven ahora como un fenómeno anacrónico
¿Era eso lo que buscaba Hamas cuando lanzó su ataque terrorista de octubre del 2023, al que inevitablemente iba a suceder una respuesta israelí que solo puede calificarse de genocidio? ¿Es posible que no intuyeran los dirigentes de Hamas que el posterior “y tiro porque me toca” de ese sangriento parchís fuera a provocar una descomunal escalada de destrucción y dolor? Todos los pasos que esforzadamente se han ido dando en busca de la paz en ese rincón carbonizado del planeta son ahora papel mojado: el viejo conflicto palestino-israelí ha vuelto a poner el contador a cero.
La historia nos enseña que hay problemas sin solución. Pero a veces hay problemas aparentemente irresolubles que entran en vías de resolverse para siempre. Escribo estas líneas en una habitación de hotel en Bogotá. La sociedad colombiana, fuertemente militarizada, viene soportando una guerra civil de diferente intensidad desde hace seis décadas. Todavía ahora, sin apoyo de ningún sector de la sociedad y arrastradas por una inercia a la que no es ajeno el oscuro entramado de poder del narcotráfico, hay guerrillas que operan en buena parte del territorio.
De toda Latinoamérica, Colombia es el país que más veces he visitado. La primera vez que estuve en Bogotá, a finales de los noventa, la guerrilla había tomado posiciones en los alrededores de la capital y los bogotanos vivían con ansiedad la posibilidad de que su ciudad se convirtiera en un campo de batalla. En mis siguientes visitas esa ansiedad había sido sustituida por otras, más comunes, y los colombianos que en algún momento defendieron la acción de la guerrilla la ven ahora como un fenómeno anacrónico, ineficiente y desconectado de la realidad.
Si en un país con tanto potencial como Colombia la riqueza estuviera mejor repartida y los impuestos a las clases altas se destinaran para combatir las desigualdades sociales, el problema de la guerrilla sería, sí, uno de los pocos que habrían encontrado una solución definitiva.